lunes, 12 de marzo de 2007

Gabriel Garcia Márquez

Gabriel García Márquez
¡Mande a los editores a la mierda!
Boris Muñoz *

Primero dijo que nada de entrevistas. Después dijo quince minutos. Después postergó dos veces esos quince minutos. Pero finalmente Gabriel García Márquez se rindió al asedio y concedió a Página/12 este reportaje exclusivo en Manhattan, en el cual habla de su rutina cotidiana cuando escribe, de las mediocridades del periodismo actual y de sus múltiples tareas “invisibles” como operador político entre Estados Unidos y los países de América latina. Sin privarse de retar a su entrevistador cada cinco minutos por las preguntas que debe contestar.
El mensaje terminante fue enviado con un amigo personal, luego de una semana de cartas infructuosas:
–Dile que, si es un verdadero periodista, él sabrá qué tiene que hacer.
Desde las nueve y media de la mañana, el periodista novato esperaba pacientemente sentado en un sofá del lobby del Hotel Mark. La voz en el teléfono de la habitación le había dicho: “Salió temprano. Usted sabe que se la pasa de agasajo en agasajo”. Pero algo le decía que estaba ahí, en su habitación, leyendo tranquilamente los diarios colombianos, que un hombre con bigotes de charro mexicano acababa de alcanzarle.
A las once y media el veterano Premio Nobel salió del ascensor y caminó hacia la puerta del hotel sin mirar a los lados y con el paso rápido del que no quiere ser descubierto. Iba abrigado con un saco de cachemira negro y, debajo, un suéter deportivo que dejaba ver el cuello de una camisa blanca con rayas negras. Unos diminutos lentes oscuros –redondos, de montura antigua– ocultaban sus ojillos de aceituna negra. La forma de vestir y los inesperados anteojos generaban un perfecto contraste con la celebérrima cabeza de rulos color ceniza y los bigotes de leche. Al borde de la puerta se detuvo. Por fin, después de todo: ahí estaba García Márquez. Era el primer día de un otoño resplandeciente y en las calles de Nueva York hacía un frío que calaba los huesos. El periodista novato dijo:
–Señor García Márquez. Mucho gusto. Lo estoy buscando para hacerle una entrevista.
–¿Para qué me quiere hacer una entrevista? En Latinoamérica hay una magnificación viciosa de la entrevista. Creen que todo el periodismo se reduce a la entrevista. No entienden que la entrevista tiene sentido sólo cuando el entrevistado tiene algo que decir. Y yo no tengo nada que decir. Es mejor que no pierda su tiempo conmigo –dijo buscando con la vista la enorme limusina plateada que lo transportaba a lo largo y ancho de la Gran Manzana.
Controlando su estado de nervios, el periodista novato se atrevió a responder:
–Usted sabe cuál es la misión de un entrevistador.
–Yo nunca en mi vida he escrito una entrevista. Puede buscar en todo lo que he escrito y, si encuentra una entrevista mía, tráigamela que se la compro. Cuando trabajaba como reportero me iba a los lugares, observaba muy bien a su gente, tomaba algunas notas en una libreta y al volver escribía todo, recreando la situación de memoria. Vamos a tener que invitarlo a los talleres de la Escuela de Periodismo para que aprenda algunas cosas del oficio.
–Pero los editores...
–Los editores –dijo elevando su dedo índice hacia el cielo– mándelos a la mierda.
–¿A la mierda? ¿Cómo?
–Bien lejos, a la mierda. Usted no tiene que hacer lo que quieren los editores. –Acto seguido, García Márquez miró su muñeca y se dio cuenta de que había olvidado su reloj en la habitación–. Mire, es muy tarde. Tengo una cita a las once y media y olvidé mi reloj por el apuro. ¿Usted conoce el significado de la palabra ocupado? Yo soy una persona ocupada y lo que menos me gusta es que me pongan en situación de decir que no. No me gusta que me obliguen a decir no.
Todo esto dicho sentenciosamente, mientras tomaba al novato periodista por el brazo y caminaba hacia la limusina.
–Pero usted sí tiene cosas que decir. La semana pasada se reunió con el presidente Clinton. Y el problema de la desertificación de Colombia, en el asunto drogas...
–Mi reloj... voy a llegar tarde. Vamos a hacer algo: espéreme aquí en el hotel. Cuando vuelva, hablamos quince minutos. No sé por qué no entienden que uno es una persona ocupada –alcanzó a oír el periodista novato, mientras la cara de García Márquez desaparecía tras el cristal oscuro de la limusina. Antes de arrancar, el chofer (el mismo hombre con bigotes de charro mexicano que dos horas antes le había hecho llegar a la habitación 1451 los diarios del día) salió del auto con un mensaje: “El maestro García Márquez le manda decir que no se vaya”.
LA ALEGRIA DEL GABO
El periodista novato volvió al mismo sofá donde había estado desde las nueve y media. El lobby del hotel parecía la trastienda de un mercado de puerto, donde empleados y turistas pasaban de un idioma a otro en sus monólogos superpuestos: del francés al inglés, del español al árabe, del alemán a un dialecto de la India. Después de cuatro horas, el conserje del hotel, un argentino con destrezas políglotas, se atrevió a expresar su solidaridad al periodista novato: “No se preocupe, tenga paciencia que los inmortales se hacen esperar”.
Era la una y media cuando la limusina se detuvo nuevamente frente a las puertas del hotel. Casi al mismo tiempo salió de uno de los ascensores Mercedes Barcha, la sabia esposa de siempre y quizás el más famoso de los personajes de la vida de García Márquez. Caminaba con el mismo afán de invisibilidad de su marido, pero con paso aún más rápido. En un segundo desapareció tragada por una de las puertas de la inmensa ballena blanca con ruedas. Un momento después apareció García Márquez, calzándose en la muñeca el reloj que había olvidado en su habitación, y dijo:
–Llevo dos horas angustiado pensando que usted está aquí esperándome. Me tuve que quedar más tiempo en el sitio donde estaba y ahora voy saliendo a almorzar. Venga a las cuatro en punto y hablaremos quince minutos. Sólo quince minutos, porque tengo que salir volando al aeropuerto. Pero sepa que así no es la cosa. Así no se hace periodismo. La entrevista no es esto. La mejor entrevista que yo he leído en mi vida fue la que trató de hacerle Gay Talese a Frank Sinatra. ¿Quiere que le cuente?
–Por favor.
–Sinatra citó a Gay Talese en un hotel de Las Vegas. Cuando Talese llegó, a Sinatra no se le ocurrió nada mejor que enfermarse. Durante una semana estuvo Gay Talese tratando de entrevistar a Sinatra y durante una semana Sinatra canceló encuentro tras encuentro. Eso es la entrevista de Talese: la historia de cómo no pudo entrevistarlo durante toda esa semana. Es la mejor entrevista que he leído. ¿Sabe cómo se llama? “La gripe de Sinatra”.
Ahora son las 3.55. El periodista novato está sentado en el mismo sofá que al principio. Ha revisado mil veces la lista de preguntas. Ha chequeado el funcionamiento del grabador. Se siente sin duda listo, aunque un poco agotado física y mentalmente por las horas de espera. García Márquez y su esposa irrumpen en el hotel. Antes de abordar el ascensor, Mercedes le recuerda a su esposo: “Gabo, no te tardes, recuerda que te estamos esperando arriba”. García Márquez toma asiento y mira su reloj una vez más.
–Bueno, ¿de qué vamos a hablar?
–Un segundo. Voy a encender el grabador.
–¡Ah, no, nada de grabadoras! La grabadora es la culpable de muchos de los problemas y desviaciones del periodismo actual. Si quiere, tome notas. Pero, por favor, guarde la grabadora. Cuál es la primera pregunta.
–A dos años del siglo XXI, ¿cómo ve usted la situación de América latina? Pobreza, drogas, violencia, corrupción... ¿seguiremos siendo un callejón de sueños sin salida?
–Sí. Seguiremos siendo un callejón de sueños sin salida. Así será.
–¿Lo dice de verdad?
–¿Qué quiere que le diga? Para contestar a esa pregunta hacen falta tantas horas que el producto de la conversación alcanzaría para llenar una enciclopedia de cuatro tomos. Siguiente pregunta.
–Desde hace algunos años la enseñanza del periodismo ha sido un interés central en su trabajo intelectual. ¿Por qué le preocupa tanto el periodismo? ¿Cuál es el papel que le asigna en la actualidad y en el futuro de Latinoamérica?
–Cada día nos olvidamos más de la ética. Las escuelas de periodismo enseñan todo lo que tiene que ver con el periodismo, menos el oficio. El reportaje, que es el género que amo, ha sido degenerado a la entrevista. El reportaje es la reconstrucción de un hecho tal y como sucedió en todos sus detalles. Y eso es cada vez menos frecuente en el periodismo: cada vez hay menos reportajes y reporteros en Latinoamérica.
–Pero se publican buenos reportajes en todos los países de América latina, y además, hay también excelentes especialistas en reportajes.
–Nómbreme uno.
–Sin ir más lejos en Colombia están Germán Castro Caycedo y Mauricio Vargas. Y aquí está Alma Guillermoprieto...
–Ah, pero usted me está haciendo trampas. Me está nombrando a los buenos, y ésa no es la regla sino la excepción.
–Pero el problema del periodismo no es responsabilidad exclusiva de los periodistas y las escuelas, sino también de una concepción contemporánea de los medios de comunicación.
–Los periódicos han priorizado el equipamiento material e industrial, pero han invertido muy poco en la formación de los periodistas. La calidad de la noticia se ha perdido por culpa de la competencia, la rapidez y la magnificación de la primicia. A veces se olvida que la mejor noticia no es la que se da primero, sino la que se da mejor. En otros casos, se le pide al periodista que escriba un reportaje y luego llega una publicidad y el reportaje se ve reducido a una columna. Lo que creo es que debemos volver a la vieja manera del oficio. Eso es lo que tratamos de meterles en la cabeza a los periodistas que van a Cartagena. Llevamos a periodistas de mucha trayectoria para que les hablen a los jóvenes desde su experiencia directa en los medios. La ética y el oficio son los ingredientes principales.
–Al leer sus crónicas recogidas en Textos costeños sorprende la naturalidad con que asumió el oficio de periodista. La crítica habla mucho de cuáles fueron sus influencias literarias pero poco o nada de sus influencias periodísticas.
–Es muy sencillo. El reportaje era para mí un género literario. Yo llegué al periodismo con vocación y aptitudes de escritor. Lo que hice fue aplicar al periodismo las mismas técnicas de la literatura. No hay otro secreto que ése. ¿Está tomando notas?
–Lo estoy grabando... Con la mente, no con el grabador, no se preocupe.
García Márquez no contesta, pero mira su reloj, y el periodista novato se apresura a pasar a la pregunta siguiente.
–Este año se cumplen cincuenta años de la publicación de su primer cuento, treinta de Cien años de soledad, quince del Premio Nobel. ¿Se ha detenido a pensar por un momento qué significa esto? En sus años de La Cueva de Barranquilla, ¿sospechó alguna vez que todas estaban grabadas en la palma de su mano?
–No tenía nada grabado en la palma de mi mano. Yo sabía cómo y qué quería hacer, y lo hice contra viento y marea. Quería contar historias reales o ficticias y siempre lo supe. Nunca he ganado un centavo sin la máquina de escribir. Nunca me dejé seducir por algo que no fuera lo que yo quería hacer: contar historias en el periodismo, la literatura o el cine. Lo de la fama, las ventas de libros y el dinero vino después de que hice muchos reportajes que nadie leía y escribí algunos libros que nadie compraba. He sido feliz, y el secreto de la felicidad ha sido hacer siempre sólo lo que me gusta hacer: contar historias.
–Usted, que es mediador entre Washington y La Habana, ¿cómo ve en este momento las relaciones bilaterales? ¿Será posible un cese al bloqueo antes del año 2000, algo así como un borrón y cuenta nueva?
–Esa me parece una afirmación alegrona.
–¿Cuál?
–La de que yo soy mediador entre Cuba y Estados Unidos.
–Pero usted ha tenido varias reuniones con el presidente Clinton y es, además, amigo personal y cercano de Fidel Castro. Si no me equivoco, ha estado muy activo en los trámites de devolución del Canal de Panamá por parte de Estados Unidos. Y hace algunos años intervino para solucionar la crisis de los balseros cubanos...
–Nunca he sido mediador. Esa palabra es incorrecta.
–Al menos sí ha sido un observador...
–Observador sí, pero no mediador.
–Como observador, ¿considera usted que es posible poner fin al bloqueo?
–No lo sé. Lo único que sé es que ése es un bloqueo injusto y sin derecho. Tiene casi cuarenta años y no les ha servido para nada. El bloqueo de Estados Unidos sobre Cuba es un gran fracaso. Desde hace mucho tiempo. Cuba lo quiere tumbar, pero no hay señales del otro lado. A partir del día en que termine el bloqueo, la situación de los dos países fluirá instantáneamente. De eso sí estoy seguro.
–Dicen que hay dos tipos de escritores: aquellos para los cuales la literatura es una esposa y aquellos para quienes es una amante. ¿En cuál bando se ubicaría usted?
–¿Quién dice eso?
–Me dijeron que lo dijo Carmen Balcells, su editora.
–Se equivoca, Carmen Balcells no es mi editora, es mi agente literario.
–Perdón, su agente literario. Pero ¿en cuál bando se ubicaría?
–Las mejores esposas son siempre las grandes amantes. La literatura es mi esposa, mi amante, mi tía, mi hija y mi abuela.
–Si tuviera que contar una historia de amor en este momento, ¿cómo sería?
–Ya la he contado.
–El amor en los tiempos del cólera, por supuesto. Pero si tuviera que contarla en este momento...
–La contaría igual. Sólo que esta vez, en lugar de narrar su vida hasta los setenta años, la narraría hasta los noventa.
–Todo escritor tiene una historia que siempre ha querido escribir y que tal vez nunca escribirá. En su caso, ¿cuál es esa historia?
–Me surgen ideas a cada rato. Pero no tomo notas, porque si tomo notas les presto más atención a las notas que a la historia. Muchas de las ideas se van, otras siguen dándome vueltas. Las que resisten esa prueba son las que escribo. La historia, cuando es buena, se impone por sí misma.
–¿Y cómo ve el amor en este momento?
–Igual que a los quince o dieciocho: como la cosa más maravillosa sobre la Tierra.
–Usted ya no tiene quince ni dieciocho. ¿No ha cambiado el tiempo su ideal del amor?
–No crea que hay tanta diferencia. Como dice un amigo mío, que tiene ochenta años: el índice de mortalidad infantil es muy elevado, mientras las tasas de longevidad crecen día a día. El amor mueve con la misma fuerza a cualquier edad.
–Es cierto. ¿Se enamora usted todavía? ¿Se ha vuelto a enamorar?
–Y qué tal si yo le dijera que eso pertenece a mi vida privada. ¿O usted es un paparazzo?
–¡He estado esperándolo en la misma silla del lobby de este hotel hace ocho horas, y con su autorización!
–¿No será un paparazzo de esos que buscan detrás de la vida de la gente para...? –siguió García Márquez, ignorando al periodista novato, y desenredando el aire con los dedos, como si su mano nadara en una piscina imaginaria.
–No, no soy paparazzo. Soy estudiante y periodista. ¿Qué hace en el momento justo antes de sentarse a escribir?
–He logrado una rutina. Me despierto a las cinco de la mañana. Leo en la cama entre las cinco y las siete. A las siete me levanto, me baño y tomo el desayuno. Después me visto, como un empleado de banco que va a la oficina, y me siento a escribir. Escribo siempre vestido, nunca en pijama. Apenas me siento, reviso lo que hice ayer y continúo escribiendo lo que estaba haciendo. Porque al terminar el día anterior ya sabía por dónde seguir. Es una rutina que cumplo todos los días, no importa dónde esté, pues no sufro de bloqueos ni del terror a la página en blanco. Trabajo siempre hay y muchísimo.
–Entonces, ¿cuál es su mayor problema al escribir?
–El mayor problema es saber cuándo uno se miente a sí mismo. Porque cuando te mientes a ti mismo le mientes al lector, y la mentira es algo que el lector nunca perdona.
–¿Se ha descubierto mintiéndose a sí mismo?
–Todos los días. A veces estoy escribiendo y me detengo y me digo: “Mmm, por aquí no es la vaina. Esto no me suena”. Entonces vuelvo atrás y empiezo de nuevo. Hay que tener cuidado, porque mentirse a uno mismo es lo más peligroso que hay para un escritor.
–¿Sigue preguntándose cada mañana frente al espejo quién es y cuál es su lugar en el mundo?
–Nunca me he preguntado quién soy, porque siempre lo he sabido. Soy el hijo del telegrafista de Aracataca. Por cierto, ¿de dónde sacó eso?
–Lo leí en una crónica de Fernando Quiroz que cuenta las rutinas de Gabriel García Márquez.
–Nunca en mi vida he hecho frente al espejo algo distinto de lo que hacen las demás personas. Lo que pasa es que Fernando tiene mucha imaginación y, por supuesto, derecho a usarla.
–Entre Relato de un náufrago y Noticia de un secuestro hay cuarenta años de distancia. ¿Cómo juzga el veterano escritor Gabriel García Márquez al reportero novato, feliz e indocumentado que recogió el testimonio de aquel sobreviviente?
–No entiendo.
–¿Piensa que el reportero novato que escribió Relato de un náufrago hubiera podido escribir Noticia de un secuestro?
–Sí, pero hubiera necesitado los tres años de dedicación absoluta que me tomó a mí Noticia de un secuestro. Relato de un náufrago se escribió en los mismos catorce días que duró el naufragio. Entrevistaba al náufrago por la mañana y durante el resto del día escribía artículos y editoriales. Tenía una presión bárbara. En Noticia de un secuestro tuve todo el tiempo del mundo para investigar y verificar los datos. Mi amigo Antonio Caballero dice que el libro es un reportaje en todo, excepto en una cosa: la falta de presión del cierre que define al reportaje como género. Si tuviera que escribir hoy Relato de un náufrago, lo escribiría igual. Y creo también que, si aquel joven que lo escribió hubiera tenido tiempo y dinero, habría podido escribir Noticia de un secuestro.
–Pero aquel periodista sin la fama y el prestigio de los que goza usted hoy en día no hubiera podido acceder al poder de la misma forma que usted lo hizo.
–No creas. Los periodistas siempre han tenido el poder de llegar al poder. Es cierto que antes era más fácil que hoy en día hablar con un presidente. Pero claro, muchos de los presidentes con los que tengo que hablar son menores que yo. Y eso sin duda me da una ventaja a la hora de llegar a ellos.
–¿Cuál es la frontera que separa al periodismo de la literatura?
–La realidad es el límite. La literatura es, para usar una expresión de nuestra época, la realidad virtual. Pero hay que ser verosímil en los dos campos. La diferencia es que en el periodismo, además, hay que ser fiel a los hechos.
–Le hago esa pregunta porque hay un texto suyo que aparece en un libro como crónica y en otro como cuento.
–¿Qué texto?
–Se llama “Cuento de horror para la noche vieja” y relata su visita y la de su familia a un castillo de Miguel Otero Silva, ubicado en la Toscana. El castillo estaba habitado por fantasmas. Si mal no recuerdo, usted contaba que había dormido en una habitación de la planta baja pero a la mañana siguiente se despertó con su esposa en el segundo piso y en la misma cama donde el antiguo dueño del castillo había matado a su amante. Ese relato aparece como cuento en Doce cuentos peregrinos y como crónica en Notas de prensa: 1980-1984.
–¡Ah, pero eso no es periodismo! Son notas de prensa... y no sólo esa historia, sino todo el libro está lleno de fantasmas. Además, voy a confesarle algo, todo lo que cuento allí ocurrió en verdad. Es una lástima que Miguel Otero Silva no esté aquí para verificarlo.
–Por cierto, ¿qué está escribiendo actualmente?
–Estoy escribiendo tres historias cortas. Bueno, no tan cortas: de unas 200 páginas cada una. Son historias que quería escribir antes de Noticia de un secuestro. Estaban en la cola, pero sólo ahora he podido entrarles de frente. Pero no se preocupe por escribir esto: no es una primicia. Ya ha sido publicado en todo el mundo y en todos los idiomas.
–¿De qué tratan?
–Son historias de amor entre personas con grandes diferencias de edad.
–¿Una mujer muy joven con un hombre muy viejo?
–Una mujer mayor con un hombre joven.
–¿Podría contar algo más?
–No puedo porque se me empavan.
–¿No es cierto que una de esas historias es el relato de una mujer que todos los años va a una isla a visitar en un cementerio los restos de su madre, y que en esos viajes le es infiel a su marido con un hombre distinto cada vez?
–¡Cómo supo eso!
–Usted mismo lo contó ante una audiencia de estudiantes en la Universidad de Georgetown, en Washington.
–Ah, sí... Pero lo que conté no tiene nada que ver con el resultado final de la historia. En realidad, conté una cosa distinta de la que estoy escribiendo. Esa es una técnica que tengo para probar las historias, que me permite ver las reacciones de la gente: saber qué están pensando, cómo sienten un argumento, si lo que les cuento los hipnotiza.
–¿Escribe doble, entonces?
–Alvaro Mutis, quien siempre lee primero que nadie lo que escribo, a veces me dice, cuando le llevo la versión final de un texto: “Ah, pero tú sí que eres cabrón; esto no fue lo que me contaste”.
–Hay una película que trata de dos amantes que se reúnen una vez al año en una isla, secretamente, para amarse. Los amantes son Jack Lemmon y Shirley Mac Laine, la película se llama El año que viene a la misma hora.
–Los actores son Alan Alda y Ellen Burstyn y no hay ninguna isla. Como ve, conozco la película. Pero en estos tiempos sabemos que no es la originalidad lo importante, sino la manera de contar la historia. Antígona y Prometeo... Cada siglo se vuelven a escribir los grandes mitos de la antigüedad griega porque son historias inmortales.
–Vuelvo a la primera pregunta de este reportaje: a dos años del siglo XXI, ¿cómo ve la situación de América latina?
–Lo único que me interesa es que Latinoamérica vaya adelante y no para atrás. Estamos en busca de la felicidad. Pero por favor no me pongas a hacer teoría política porque hace tiempo que nadie cree en ella, y en estos días nadie sabe qué se debe y qué no se debe hacer. La única certeza es que los latinoamericanos estamos en busca de la sociedad feliz.
–Una pregunta más. ¿A qué se debe que los escritores, pese a todas las debacles, sigan conservando el prestigio y autoridad que los políticos y los otros líderes de la sociedad han perdido?
–Un buen escritor, un buen artista, logra perpetuarse cuando se identifica plenamente con determinada realidad, cuando es un personaje de su lugar y su tiempo...
–“Yo soy yo y mi circunstancia”, como decía Ortega y Gasset...
–Eso lo dice usted, no yo. Usted está interpretando lo que yo digo. Yo no citaría ese ejemplo.
–¿A quién citaría?
–A Dante, Cervantes y Juan Rulfo. Me están esperando arriba desde hace rato –dijo García Márquez mirando el reloj por última vez.
–Una pregunta más.
–Hace una pregunta me dijiste “una pregunta más”, y con ésta son dos. Recuerda: lo más difícil de una entrevista no es saber por dónde empezarla sino dónde terminarla.
–¿Cómo se ve a sí mismo en este momento?
–Más simpático y más guapo que nunca.
Parecía un final jocoso, pero tenía a la vez algo solemne. Los dos personajes se levantaron de sus asientos y se estrecharon las manos en señal de despedida. Eran las 4 y 40 de la tarde: los quince minutos establecidos se habían multiplicado por tres. Un poco confundido, el periodista novato volvió a su asiento para poner las cosas en su sitio, mientras García Márquez permanecía infinitos segundos de pie con las manos en los bolsillos de su saco de cachemira negro, como esperando un ascensor invisible. No se miraban, aunque tampoco se decidían a moverse. Por fin, García Márquez volvió a extender la mano:
–Ahora sí me tengo que ir.
–Nos volveremos a ver.
–Bueno, pero no hoy, ¿verdad?
* Boris Muñoz es periodista e investigador venezolano. Esta entrevista se publicó el 19 de octubre de 1997 en el diario argentino Página/12

martes, 6 de marzo de 2007

Oriana Fallaci

Oriana Fallaci: ‘Nuestro primer enemigo no es Bin Laden ni Al Zarqaui, es el Corán, el libro que los ha intoxicado’

Si bien comencé reproduciendo los artículos de Oriana Fallaci con motivo del quinto aniversario del 11-S, acontecimiento tras el cual los escribió, su muerte, hoy, me da un nuevo motivo para no dejar caer en el olvido sus palabras.
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ANDRZEJ MAJEWSKI. Especial para EL MUNDO
Polémica y beligerante, desgarradora y sincera, la periodista italiana Oriana Fallaci aprovecha sus ensayos y artículos para manifestar su honda preocupación por la amplia presencia en Europa de fieles musulmanes. En esta entrevista, realizada por un sacerdote católico que trabaja además en la televisión pública polaca, Fallaci insiste en la idea de que el Despertar del islam es el fin de Occidente.
Pregunta.- Los responsables de los atentados terroristas de Londres eran musulmanes nacidos en Gran Bretaña o ciudadanos ingleses.Por lo tanto, se podrían considerar ciudadanos europeos. ¿Cree que para defender nuestro continente y la civilización europea tenemos que expulsar a todos los musulmanes de Europa?
Respuesta.- Para comenzar, no son del todo europeos. No pueden considerarse europeos. O no más de lo que nosotros podríamos ser considerados islámicos, si viviésemos en Marruecos, en Arabia Saudí o en Pakistán, con el oportuno permiso de residencia o con la ciudadanía. Porque esta última no tiene nada que ver con la nacionalidad.
A mi juicio, incluso los que tienen la ciudadanía son huéspedes y nada más. O mejor dicho: invasores privilegiados. Además, una cosa es expulsar a los aprendices de terroristas o a los aspirantes a terroristas, a los ilegales, a los vagabundos que viven robando y trapicheando con droga o, incluso, a los imames que predican la guerra santa e incitan a sus fieles a masacrarnos, y otra cosa es expulsar indiscriminadamente a toda una comunidad religiosa.
Naturalmente, si quisiesen irse por su propio pie, no lloraría.Más aún, le pondría una vela a la Madonna. De hecho, ya lo sugería en el ensayo publicado recientemente en el Corriere della Sera, titulado El enemigo que tratamos como amigo. ‘¿Si somos tan estúpidos, tan tontos, tan despreciables y pecaminosos -escribía-, si nos odiáis y nos despreciáis tanto, ¿por qué no os volvéis a vuestra casa?’.
Pero deben estar bien aquí, porque no quieren irse. Ni siquiera lo piensan. Y aunque lo pensasen, ¿cómo llevarían a la práctica algo así? ¿Por medio de un éxodo parecido al de Moisés guiando a los judíos fuera de Egipto a través del Mar Rojo? Ya son demasiados.
Calculando sólo los que están en la Unión Europea, cerca de 25 millones, según los datos más recientes, calculando también los que están en los países que no forman parte de la Unión y en la ex Unión Soviética, cerca de 60 millones. Esta es su Tierra Prometida, ¿o no? Respeto, tolerancia. Asistencia pública, libertad en abundancia. Sindicatos y jamón, el despreciado jamón, vino y cerveza, el despreciado vino y la despreciada cerveza. Vaqueros y licencia para ejercer su prepotencia por doquier sin ser castigados ni recriminados ni llamados al orden (incluida la licencia de tirar los crucifijos por las ventanas). Protectores o colaboracionistas siempre dispuestos a defenderlos en los periódicos y a impedir su expulsión, aunque venga dictada por los tribunales. Querido padre Andrzej, es demasiado tarde ya para pedirles que vuelvan a su casa. Habríamos tenido, habrían tenido que pedírselo hace 20 años. Pero en cambio, los hemos dejado entrar, en nombre de la piedad y del pluriculturalismo, de la civilización y del modernismo, aunque en realidad gracias a cínicos acuerdos euro-árabes de los que hablo en mi libro La fuerza de la razón, peor aún; tras haber descubierto que no les gustaba ya hacer de proletarios, recoger los tomates, trabajar en las fábricas, limpiar nuestras casas y nuestros zapatos, les llamamos. ‘Venid, queridos, venid, porque tenemos tanta necesidad de vosotros…’, y ellos vinieron.A cientos, a miles.
Y qué le vamos hacer si, muchas veces, en vez de personas deseosas de labrarse una vida digna trabajando, nos encontramos a menudo con vagabundos. Vendedores ambulantes de inutilidades, dispensadores de droga y futuros terroristas. O terroristas ya entrenados y entrenándose. ¡Y qué le vamos a hacer si desde el momento en que desembarcan nos cuestan un riñón! Comida y alojamiento. Escuelas y hospitales. Subsidios mensuales. Y qué le vamos hacer si nos llenan de mezquitas. Y qué le vamos a hacer si se adueñan de barrios enteros e, incluso, de ciudades enteras. Y qué le vamos a hacer si, en vez de mostrar un poco de gratitud y un poco de lealtad, pretenden incluso el derecho al voto que, pasándose la Constitución por el forro, le regalan los partidos de izquierdas.Y qué le vamos a hacer, si para proteger la libertad, por culpa suya tenemos que renunciar a algunas libertades. Y qué le vamos a hacer, si Europa se está convirtiendo o se ha convertido ya en Eurabia.
Querido padre Andrzej, no sé qué es lo que está pasando en Polonia. Pero en el resto de Europa, comenzando por mi país, no está sucediendo lo que pasó en Viena hace tres siglos. Cuando los 600.000 otomanos de Kara Mustafa pusieron sitio a la capital, considerada el último baluarte del cristianismo, y junto a los demás europeos (excepto Francia) el polaco Juan Sobieski los expulsó al grito de «Soldados, combatid por la Virgen de Czestochowa». No, no. Aquí está pasando lo que pasó, hace más de 3.000 años, en Troya, cuando los troyanos abrieron las puertas de la ciudad y condujeron dentro el caballo de Ulises. Despreciada como una Casandra a la que nadie escucha, hace años que repito sin cesar la misma canción: ‘Arde Troya, arde Troya’. Y hoy, todas nuestras ciudades y pueblos arden de verdad. ¿Exiliar? ¿A quién quiere exiliar? Hoy, los exiliados somos nosotros. Exiliados en nuestra propia casa.
P.- ¿Cómo cree que debería reaccionar el papa Benedicto XVI ante esta situación, siendo, como es, el jefe de la Iglesia Católica Apostólica Romana y líder de una religión que predica paz, no violencia y bondad?
R.- Mire, en mi ensayo El enemigo que tratamos como amigo, en un momento determinado me dirijo directamente a Ratzinger reprochándole lo que le reprochaba a Wojtyla. El diálogo con el islam. ‘Santidad -le digo-, ¿cree realmente que los musulmanes aceptan dialogar con los cristianos, incluso con las demás religiones o con los ateos como yo? ¿Cree realmente que pueden cambiar, revisarse y dejar de sembrar bombas?’. Y ahora añado: El terrorismo islámico no es un fenómeno aislado, un hecho en sí mismo. No es una iniquidad que se limita a una minoría exigua del islam. (En cualquier caso, una minoría nada exigua. Se calcula que, en Europa, dispone de 40.000 terroristas dispuestos a sacrificarse. Y no olvidemos que detrás de cada terrorista hay una organización concreta, una excelente red de contactos, un océano de dinero. Ergo, ese número de 40.000 hay que multiplicarlo al menos por cinco o por 10).La ofensiva global ideada por Jomeini
El terrorismo islámico -prosigue Fallaci- es sólo un rostro, un aspecto de la estrategia adoptada en tiempos de Jomeini (en los días de los cínicos acuerdos euro árabes) para poner en marcha la ofensiva global llamada el Despertar del islam. Un despertar que, una vez más, pretende acabar con Occidente, su cultura, sus principios y sus valores. Su libertad y su democracia. Su cristianismo y su laicismo. (Sí, señores, también con el laicismo. Quizás sobre todo con el laicismo. ¿Todavía no se han dado cuenta de que el laicismo no puede cohabitar con la teocracia?).
Un despertar, en definitiva, que no se manifiesta sólo por medio de las matanzas, sino también por medio del secular expansionismo del islam. Un expansionismo que, hasta el asedio de Viena, se producía con los ejércitos y las flotas de los sultanes, los caballos, los camellos y las naves de los piratas, pero que ahora se realiza por medio de los inmigrantes, decididos a imponernos su religión. Su prepotencia, su enorme capacidad prolífica.
Pues bien, el Papa lo sabe mejor que yo. Mejor que todos nosotros. El problema es que se encuentra en una situación dificilísima desde un punto de vista político y humano. Ante todo, por el hecho de estar al frente de una Iglesia que basa su credo en el amor y en el perdón. Una Iglesia que, en términos ecuménicos, predica el ‘ama a tu prójimo, por lo tanto también a tu enemigo como a ti mismo’.
Después, por el hecho de gobernar una inmensa comunidad que, respecto al islam, incluso en las filas de su jerarquía, está dividida, es decir, enrocada sobre posiciones opuestas. Piense en Cáritas que rescata a los ilegales e, incluso, los esconde. Piense en los Combonianos que con la bandera arcoiris sobre la sotana blanca les distribuyen simbólicos permisos de residencia. Piense en los sacerdotes que, en los altares de sus iglesias, permiten a los imames celebrar el matrimonio mixto y gritar Alá akbar, Alá akbar, (como pasó, por ejemplo, en Turín).
Y por último, al Papa le pesa el hecho de ser el inmediato sucesor de otro Papa, el papa Wojtyla, que fue el primero en hablar de diálogo. Que con el comunismo y con la Unión Soviética utilizaba el puño de hierro, pero con el islam utilizaba el guante de terciopelo.Que invitaba a los imames a Asís. Que recibía en el Vaticano al ex terrorista y magnate de terroristas, Yasir Arafat. Y que nunca condenó directamente a Bin Laden.
Pues bien, Ratzinger quería mucho a Wojtyla. ¿Cómo se puede pretender, ahora, que, una vez vestido de blanco, emprenda otro camino y rechace el sueño del diálogo? Y sin embargo, confío en Ratzinger, en Benedicto XVI. Es demasiado inteligente para no darse cuenta de que el Despertar del islam está en marcha como en la época del Imperio Otomano, y que con su fundamentalismo ha asumido los contornos de un nuevo nazismo. Que dialogar o ilusionarse con poder dialogar con un nuevo nazismo equivale a cometer el mismo error que la Inglaterra de Chamberlain y la Francia de Daladier cometieron en 1938. Cuando, creyendo poder dialogar con Hitler, Francia e Inglaterra firmaron el Pacto de Munich y, un año después, se encontraron con Polonia invadida por los nazis.
Es un hombre realmente razonable, Benedicto XVI. Mire cómo afronta, por ejemplo, el irresoluble problema de conciliar la fe con la razón. Se da perfectamente cuenta de que el laicismo ha perdido el tren en su relación con el islam. Han creado un vacío que alguien tiene que llenar. Por eso creo que, antes o después, él lo llenará. Eso significa recordar a la intransigencia de la fe que la autodefensa es legítima defensa. No un pecado. Significa sostener que, cuando es necesario, incluso un santo puede dar un puñetazo en la mesa. Comportarse como Jesucristo que pierde la paciencia en el Templo y tira los puestos de los mercaderes y quizás les lanza también un puñetazo a la nariz. Y a mi juicio, significa elegir bien a los aliados. Para mí, atea-cristiana (devota no, pero cristiana sí), el cristianismo no es sólo una filosofía de primera calidad, un pensamiento en el que inspirarme, una raíz de la que no puedo, no debo y no quiero prescindir.Es también un aliado. Un compañero de ruta. Por lo tanto, también lo es el que lo interpreta a su máximo nivel. El que lo representa.
P.- ¿Qué opina de la guerra contra el terrorismo, capitaneada en estos momentos por EEUU?
R.- Mire, padre Andrzej. Un mes antes de que estallase la guerra en Irak escribí para el Wall Street Journal y para el Corriere della Sera un artículo titulado La Rabia, el Orgullo y la Duda donde decía: ‘¿Y si Irak se convirtiese en un segundo Vietnam? ¿Y si de la derrota de Sadam Husein naciese una República Islámica de Irak, es decir, una copia de la República Islámica del Irán jomeinista? La libertad y la democracia no se pueden regalar como dos trozos de chocolate. Especialmente, en un país y en una sociedad, que ignora el significado de esos conceptos. La libertad hay que conquistarla. Quizás me equivoque, pero yo dejaría a los iraquíes cocerse en su propia salsa’.
No sabe qué es la democracia
¿Me equivocaba? -se pregunta la veterana periodista-. Me temo que no. Es verdad que me encanta ver a Sadam Husein caído de su trono junto a su banda. Me satisface pensar, aunque sólo sea con una migaja de esperanza, que aunque ignoren lo que es la democracia muchos iraquíes fueron a votar. Pero, visto el precio que están pagando y que estamos pagando, vistos los muertos que a ambos nos cuesta, sigo pensando que habría sido mejor dejarlos cocer en su propia salsa. En Irak, Estados Unidos se ha empantanado, como se empantanó en Vietnam.
Y por si eso no fuese suficiente, el Irán de Jomeini se ha quitado la máscara, imponiendo sus centrales nucleares y eligiendo como presidente al torvo individuo que en Teherán dirigió el secuestro de los americanos de la embajada de EEUU. El petróleo aporta mucho dinero, y, con la ayuda de Irán, la República de Irak se torna un fardo cada vez más pesado.
Dicho esto, es decir admitiendo que ya se ha metido la pata, afirmo que atribuir el terrorismo a la guerra de Irak es un error e, incluso, un fraude para engañar a los tontos. El 11 de Septiembre no había estallado la guerra de Irak. La guerra que declaró oficialmente el 11 de Septiembre Osama bin Laden ya estaba en marcha. Desde hace décadas, los hijos de Alá venían atormentando a Europa, a Norteamérica y a Israel con sus matanzas. ¿Recuerda las que, también en Italia, sufrimos a manos de Habash y de Arafat?
Entiendo hacia dónde apunta su pregunta. Apunta al asunto de la retirada de tropas de Irak. Y le contesto: El terrorismo no cesará ni disminuirá imitando al irresponsable e insoportable Zapatero. Al contrario. Cada vez que un contingente se retira, Europa ofrece otra prueba de debilidad y de miedo.
P.- A su juicio, definir al islam como «una religión de paz» y decir que el Corán enseña la misericordia es una tontería. ¿Por qué?
R.- Porque, amén de 14 siglos de Historia (siglos durante los cuales el islam no hizo otra cosa que desencadenar guerras, es decir conquistar, someter y masacrar), lo dice el Corán. Es el Corán, y no mi tía, el que llama a los no musulmanes «perros infieles». Es el Corán, no mi tía, el que los acusa de oler como los simios y los camellos. Es el Corán, no mi tía, el que invita a sus secuaces a eliminarlos. A mutilarlos, a lapidarlos, a decapitarlos o, al menos, a degollarlos. De tal forma que, si en Arabia Saudí, te pillan con una cruz en el cuello, una estampita en la cartera o una Biblia en tu casa, terminas en la cárcel y quizás en el cementerio.
Hay que meterse en la cabeza esta sencilla, inequívoca e indiscutible verdad: todo lo que los musulmanes hacen contra nosotros y contra sí mismos está escrito en el Corán. Viene pedido y exigido por el Corán. La yihad o guerra santa. La violencia, el rechazo de la democracia y de la libertad. La alucinante servidumbre de la mujer. El culto a la muerte, el desprecio a la vida… Y no me responda como los zorros del islam moderado, no me diga que en el Corán hay versiones distintas y diversas. Por mucho que cambien las versiones, en todas ellas la esencia es la misma. No entiendo la deferencia con la que ustedes, los católicos, se refieren al Corán. Alá no tiene nada que ver con el Dios del cristianismo. Nada. No es un Dios bueno, no es un Dios padre. Es un Dios malo. Un Dios dueño. No trata a los seres humanos como hijos. Los trata como súbditos, como esclavos. Y no enseña a amar: enseña a odiar. No enseña a respetar: enseña a despreciar. No enseña a ser libres: enseña a obedecer.
El enemigo al que tratamos como amigo
Basta leer las suras sobre los «perros infieles» -apunta la periodista- para darse cuenta de ello. No, no. Nuestro primer enemigo no es Bin Laden. No es Al Zarqaui. No son los terroristas que cortan cabezas. Nuestro primer enemigo es ese libro. El libro que los ha intoxicado. Por eso digo que el diálogo con el islam es imposible y rechazo el cuento del islam moderado, es decir el islam que, de vez en cuando, se digna a condenar las matanzas, pero a la condena añade un pero. Por eso, la convivencia con el enemigo que tratamos como amigo es una quimera y la palabra «integración» es una mentira. Jurídicamente, de hecho, muchos son realmente nuestros conciudadanos. Gente nacida en Inglaterra, en Francia, en Italia, en España, en Alemania, en Holanda, en Polonia, etcétera. Individuos crecidos como ingleses, franceses, italianos, españoles, alemanes, holandeses, polacos… Que parecen realmente integrados en nuestra sociedad. Pero, al mismo tiempo, siguen tratando a sus mujeres (y también a las nuestras) como las tratan. Les pegan, las humillan y, a veces, las matan. Y cuando meten sus pies en la mezquita, se dejan de nuevo crecer la barba. Escuchan al imam que predica la yihad, estudian lo que es, aprenden de memoria el Corán y, ¡zas!, se convierten en aspirantes a terroristas y, después, en alumnos terroristas y después en militantes terroristas. Mientras los que no lo hacen, los llamados moderados, farfullan sus ambiguos pero.
Tras el 7-J de Londres
Padre Andrzej, las estadísticas siempre me han resultado antipáticas -afirma Fallaci-. Sin embargo, no se pueden ignorar y, según la encuesta realizada tras las matanzas de Londres por el Daily Telegraph, resulta que el 24% de los musulmanes ingleses admite ’sentir simpatía por los sentimientos y los motivos que condujeron a la masacre del 7 de julio’. El 46% de los moderados comprende ‘por qué los terroristas se comportan de esa forma’. Y el 32% considera que ‘los musulmanes tienen que poner fin a la decadente civilización occidental’. El 14% confiesa ‘no sentir el deber de advertir a la policía si saben que se está preparando un atentado y, mucho menos, si un imam incita a la guerra santa». Por si no fuese suficiente, en un informe gubernamental, titulado The Next London Bombing, se deduce que en Gran Bretaña hay 16.000 musulmanes enrolados en actividades terroristas, y que la mitad de los jóvenes musulmanes entrevistados se dicen ‘ansiosos por pasar a la violencia para eliminar nuestra inmoral sociedad’.
Padre Andrzej, le fastidia oír ciertas cosas, ¿verdad? Le repugna ver en tantos huéspedes nuestros una nueva juventud hitleriana que aplica su Mein Kampf, ¿verdad? Y le parece excesivo que yo vea en ellos un peligro para Occidente y para el resto de la Humanidad, ¿verdad? Por eso le recuerdo que quienes instalaron el nazismo en Alemania y en Europa no fueron todos los alemanes. Fue la minoría de desalmados que miraba al profeta Hitler como los terroristas de hoy miran al profeta Mahoma.
Y si cree que es injusto echarle la culpa a una religión e, incluso, a un libro, piense en el chico americano que los marines capturaron con los talibán durante la Guerra de Afganistán. Americano, repito. Californiano. De Los Angeles, con la piel blanca como la clara del huevo y de educación laico cristiana. No era marroquí ni tunecino o saudí o senegalés o somalí. Pero un día ese chaval americano puso el pie en una mezquita y dijo a sus padres: ‘Mummy, daddy, quiero estudiar el Corán’. Después, se fue a Pakistán, aprendió el Corán de memoria, se hizo lavar el cerebro por los imames y terminó con los talibán en Kabul.
Padre Andrzej, ésta es mi respuesta a su última pregunta. Sé muy bien que, al dársela, refuerzo el riesgo de ir a la cárcel por delito de opinión enmascarado bajo la acusación de ‘vilipendio al Islam’. Sé bien que, junto a la cárcel, arriesgo la vida, es decir, desafío una vez más a la nueva Hitler-Jugend que quiere matarme. También sé que tampoco nosotros podemos presumir de santos. Que, en nuestra Historia, también nosotros hemos combinado las luces y las sombras. Pero hoy, el peligro no somos nosotros. Son ellos. Es su libro. Y dado que nadie lo dice, dado que alguien debe decirlo, lo digo yo.

Truman Capote

*Entervista Truman Capote
Truman Capote (cuyo verdadero nombre es Truman Streckfus Persons) nació en 1925, creció en el sur de los Estados Unidos, fue a la escuela en Greenwich, Connecticut y, hasta que sus cuentos empezaron a ser publicados, desempeñó diversos trabajos como lector de guiones cinematográficos, bailarín en una embarcación fluvial y "office boy" en la redacción de The New Yorker. A los diecinueve anos ganó un Premio O. Henry con su cuento "Miriam", y en 1948 obtuvo otro por Shut a Final Door, ("Cierra una última puerta"). La casa editora Random House publicó una colección de sus cuentos A Tree of Night (Un árbol de noche) en 1949.
En 1948 Truman Capote atrajo la atención nacional con su primera novela, Other Vojees, Other Rooms (Otras voces, otros ámbitos), un libro profusamente ataviado con los elementos grotescos de la tradición gótica enmarcados en el ambiente de los estados sureños de Norteamérica. Refiriéndose al método del autor, Carlos Baker escribió: " Capote sabe que, en una de las condiciones del espíritu humano, el sonido de una voz puede marcar toda una época, y la intuición de algo o de alguien que respira al otro lado de la pared en una habitación contigua puede llevar a quien lo escucha al borde del cataclismo."
Una segunda novela, The Grass Harp, apareció en 1951. Una adaptación presentada en Broadway en 1952 no tuvo mucho éxito, aunque Brooks Atkinson la elogió como "la aportación de mayor fuerza creadora de la temporada".
[Hay una edición argentina de la obra teatral: El arpa de pasto.] En 1954 Capote escribió el libreto para otro espectáculo montado en Broadway: una comedia musical suntuosa, pero que tampoco tuvo mucho éxito, basada en su cuento "'The House of Flowers" ("La casa de las flores"). Aunque Capote reside en Brooklyn Heights, pasa una buena parte del año viajando. Ha escrito un libro de viajes titulado Local Color, en el que describe sus viajes por el sur de los Estados Unidos, Portugal y Francia. En 1956 relató sus experiencias en la URSS, pais que visitó acompañando a los artistas que representaron Porgy and Bess, en un libro que recibió grandes elogios: The Muses Are Heard (Se oyen las musas).
[En 1958 apareció Breakfast at Tiffany's. A Short Novel and Three Siories (Desayuno en Tiffany's, "La casa de las flores", "Una guitarra de diamante" y "Recuerdo navideño" en el mismo volumen). Capote trabajó seis años en su más reciente libro In Cold Blood (A sangre fría), narración del asesinato de un granjero y su familia en Holcomb, Kansas, a manos de dos exconvictos, Perry Smith y Richard Hickock, que robaron menos de cincuenta dólares. Innumerables veces Capote habló con Smith y Hickock y con los vecinos de la familia Clutter, pero sin emplear grabadora ni libreta de apuntes. El resultado del "experimento estético" es una "nueva forma literaria: la novela sin ficción", en las propias palabras de su autor. In CoId Blood fue un extraordinario éxito de librería y crítica en el primer semestre de 1966.]
Truman Capote vive en una casona amarilla en Brooklyn Heights, que él ha restaurado con el gusto y la elegancia que caracterizan generalmente a sus empresas. Cuando yo entré lo encontré con la cabeza metida hasta los hombros en una gran caja que acababa de llegar y que contenía un león de madera.
¡Mire! exclamó mientras lo extraía de un montón de serrín y virutas.
¿Ha visto usted alguna vez algo tan espléndido? Bueno, ahí está. Lo vi y lo compré. Ahora es todo mío.
Es grande dije yo. ¿Dónde lo va a colocar?
Junto a la chimenea, por supuesto dijo Capote. Ahora pase usted a la sala, en lo que consigo a alguien que limpie todo esto.
La sala es de aspecto victoriano y contiene la colección más íntima de objetos de arte y tesoros personales de Capote, que, pese a su ordenada disposición sobre mesas pulidas y estantes de bambú, le recuerdan a uno el contenido de los bolsillos de un niño muy astuto. En la colección figuran, por ejemplo, un huevo de Pascuas dorado traído de Rusia, un perro de hierro bastante maltratado, un estuche para píldoras estilo Fabergé, unas cuantas canicas, frutas en cerámica azul, pisapapeles, cajitas de Battersea, tarjetas postales y viejas fotografías. En suma: todo lo que podría parecer útil o provechoso en un día de aventuras alrededor del mundo.
El propio Capote encaja muy bien en esta impresión a primera vista. Es pequeño y rubio, con un mechón que insiste en caerle sobre los ojos, y su sonrisa es repentina y cautivante. Su actitud ante cualquier nuevo conocido es abiertamente amistosa y llena de curiosidad. Podría ser engañado por cualquier cosa, y, en realidad, parece más que dispuesto a dejarse engañar. Hay algo en él, sin embargo que le hace pensar a uno que, pese a toda su buena disposición, sería difícil embaucarlo y que más valdría no hacer el intento.
Desde el pasillo se dejó escuchar un ruido de pisadas y Capote entró, precedido por un gran bulldog de cara blanca.
Este es Bunky - dijo.
Bunky me olisqueó y Capote y yo nos sentamos.
- ¿Cuándo empezó usted a escribir?
- Cuando tenía diez u once años y vivía cerca de Mobile. Tenía que ir a la ciudad todos los sábados, para ver al dentista, e ingresé en el Sunshine Club que había sido organizado por el Mobile Press Register. El periódico tenía una página para niños que patrocinaba concursos literarios y de dibujo. Todos los sábados por la tarde había una fiesta con refrescos gratis. El premio en el concurso de cuentos era un pony o un perro. Yo estaba loco por ganarme uno de los dos, ya no recuerdo cuál. Había venido observando las actividades de unos vecinos que no se traían nada bueno entre manos, y escribí una especie de "novela en clave" titulada "Oíd Mr. Busybody" y la sometí al concurso. La primera entrega fue publicada un domingo, bajo mi nombre verdadero: Truman Streckfus Persons. Sólo que alguien de repente se dio cuenta de que yo estaba presentando un escándalo local en forma de novela, y la segunda entrega nunca apareció. Naturalmente, no gané ningún premio.
¿Estaba usted seguro, en aquel entonces, de que quería ser escritor?
Sabía que quería ser escritor, pero no estuve seguro de que lo sería hasta los quince años más o menos. Ya había empezado, con poca modestia, a enviar cuentos a las revistas populares y a las literarias. Ningún escritor, por supuesto, olvida jamás su primera aceptación; pero un buen día, cuando yo tenía diecisiete años, recibí la primera, la segunda y la tercera en el correo del mismo día. Ah, créamelo usted, eso de saltar de gusto no es una simple frase!
¿Qué escribió usted primero?
-Cuentos. Y mis ambiciones más firmes giran todavía alrededor de ese género. Creo que el cuento, cuando es explorado seriamente, es el más difícil y el más riguroso de los géneros en prosa existentes. Todo el control y la técnica que yo pueda tener se lo debo enteramente a mi adiestramiento en ese género.
-¿Qué significa exactamente "control" para usted?
-Significa mantener un dominio estilístico y emocional sobre el material. Llámelo preciosismo si gusta y mándeme al demonio, pero yo creo que un cuento puede ser arruinado por un ritmo defectuoso en una oración -especialmente al final- o por un error en la división de los párrafos y basta en la puntuación. Henry james es el maestro del punto y coma. Hemingway es un parrafista de primer orden. Desde el punto de vista del oído, Virginia Woolf nunca escribió una mala oración. No me propongo implicar que practico con éxito lo que predico. Lo intento, eso es todo.
-¿Cómo se llega a dominar la técnica del cuento?
-Puesto que cada cuento presenta sus propios problemas técnicos, obviamente no se puede generalizar acerca de ellos sobre una base de dos-más-dos-son-cuatro. Hallar la forma correcta para un cuento es sencillamente descubrir la manera más natural de contarlo. El modo de probar si un escritor ha intuido o no la forma natural de su cuento consiste sencillamente en esto: después de leer el cuento, ¿puede uno imaginárselo en una forma diferente, o silencia el cuento la imaginación de uno y parece absoluto y definitivo? Del mismo modo que una naranja es definitiva, algo que la naturaleza ha hecho de la manera precisamente correcta.
-¿Hay recursos que uno pueda utilizar para mejorar la técnica?
-El único recurso que conozco es el trabajo. La creación literaria tiene leyes de perspectiva, de luz y sombra, al igual que la pintura o la música. Si uno nace conociéndolas, magnífico. Si no, hay que aprenderlas. A continuación hay que reordenarlas a conveniencia de uno. Aun Joyce, el más radical enemigo de las reglas entre nosotros, era un artífice consumado; pudo escribir Ulysses porque escribió Dubliners (Dublinenses). Hay demasiados escritores que parecen pensar que escribir cuentos no es más que una manera de ejercitar la mano. Bueno, en esos casos es seguro que lo único que están ejercitando es la mano.
-¿ Recibió usted muchos estímulos en esos primeros tiempos? Y si los recibió, ¿de quiénes provinieron?
-¡Dios santo! Me temo que al hacer esa pregunta se ha comprometido usted a tener que escuchar una epopeya. La respuesta es un nido de víboras de negativas y unas cuantas afirmativas. Mire usted, no totalmente, pero sí en gran medida, mi infancia transcurrió en regiones del país y entre personas que carecían de toda actitud cultural. Lo cual probablemente no fue malo, a la larga. Me endureció desde muy temprano para nadar contra la corriente; en verdad, en algunos aspectos desarrollé los músculos de una verdadera barracuda, especialmente en el arte de lidiar con los enemigos, un arte que no es menos necesario que el de saber apreciar a los amigos. Pero volviendo atrás: naturalmente, en ese medio, yo era considerado un tanto excéntrico, lo cual era bastante justo, y, además, estúpido, lo cual resentía adecuadamente. Con todo, despreciaba la escuela -o más bien las escuelas, pues me la pasaba cambiando de una a otra- y año tras año reprobaba las materias más sencillas, por pura aversión y fastidio. Faltaba a clases cuando menos dos veces por semana y a cada rato me escapaba de la casa. Una vez me fugué con una amiga que vivía en la casa de enfrente: una muchacha mucho mayor que yo que posteriormente alcanzó cierta fama porque asesinó a media docena de personas y fue electrocutada en Sing Sing. La llamaron la "Asesina Corazones Solitarios". Pero ya estoy yéndome por la tangente otra vez. Bueno, finalmente, cuando tenía unos doce años, si no recuerdo mal, el director de la escuela a la que asistía visitó a mi familia y le dijo que en su opinión, y en la de los demás maestros, yo era "subnormal". Pensaba que lo sensato y humanitario era enviarme a alguna escuela especial para chiquillos retrasados. Aparte de lo que hayan pensado en su fuero interno, mis parientes se dieron oficialmente por ofendidos y, en un esfuerzo por probar que yo no era subnormal, me mandaron sin pérdida de tiempo a una clínica de estudios psicoanalíticos en una universidad del Este del país, donde me examinaron el Cociente de Inteligencia. El examen me divirtió enormemente y. . . ¿ sabe usted qué?. . . regresé a casa proclamado genio por la ciencia. No sé quién se sintió más abrumado, si mis antiguos maestros, que se negaron a creerlo, o mis parientes, que no quisieron creerlo: todo lo que querían que les dijeran era que yo era un simpático muchachito normal. ¡Ja, ja! Pero, por lo que a mí tocaba, me sentía sumamente complacido: me la pasaba mirándome en los espejos y chupándome los carrillos y diciéndome: "Pues sí, jovencito, tú y Flaubert... o Maupassant o Mansfield o Proust o Chéjov o Wolfe" según quién fuera el ídolo del momento. Empecé a escribir con un empeño tremendo: mi mente zumbaba la noche entera, todas las noches, y no creo que haya dormido realmente durante varios años. Cuando menos basta que descubrí que el whisky me sosegaba. Era demasiado joven -tenía quince anos- para poder comprarlo con mi propio dinero, pero contaba con unos cuantos amigos mayores que eran sumamente complacientes en ese sentido y no tardé en llenar una maleta con botellas, con botellas de todo: desde brandy de zarzamoras hasta whisky Bourbon. Guardaba la maleta en un ropero y bebía sobre todo por la tarde; después masticaba un puñado de Sen Sen y bajaba a cenar al comedor, donde mi comportamiento, caracterizado por largos silencios y miradas vidriosas, se convirtió gradualmente en motivo de consternación general. Uno de mis parientes solía decir: "Realmente, si no fuera porque sé que es absurdo, juraría que está borracho perdido." Bueno, claro está que esa pequeña comedia, si tal era, terminó con el descubrimiento de la maleta y un relativo desastre; y pasó mucho tiempo antes de que volviera a tocar una gota. Pero parece que ya me volví a apartar de nuestro tema. Usted preguntaba por los estímulos. La primera persona que me ayudó verdaderamente fue, cosa extraña, una maestra. Una maestra de inglés que tuve en la escuela secundaria, llamada Catherine Wood. Ella apoyó mis ambiciones en todas las formas, y siempre le estaré agradecido. Más tarde, desde el momento en que empecé a publicar, recibí todo estímulo que cualquier persona podría desear, especialmente de parte de Margarita Smith, encargada de la sección de textos narrativos de la revista Mademoiselle, de Mary Louise Aswell, de Harper's Bazaar, y de Robert Linscott, de la editorial Random House. Habría que ser un glotón, en realidad, para pedir mejor suerte de la que tuve al comienzo de mi carrera.
-¿Esos tres editores que usted acaba de mencionar lo estimularon simplemente comprando sus trabajos o también lo ayudaron con sus críticas?
-Bueno, no puedo imaginar que haya algo más estimulante que el hecho de que alguien le compre a uno sus trabajos. Yo nunca escribo -en verdad soy físicamente incapaz de escribir- nada que piense que no me pagarán. Pero, en realidad, las personas mencionadas, y algunas otras también, fueron todas ellas muy generosas con sus consejos.
-¿Le gusta a usted algo de lo que escribió hace mucho tiempo tanto como lo que está escribiendo ahora?
-Sí. Por ejemplo, el verano pasado leí mi novela Otras voces, otros ámbitos por primera vez desde que fue publicada hace ocho años, y en buena medida fue como si estuviera leyendo algo escrito por otra persona. La verdad es que soy un extraño para ese libro; la persona que lo escribió parece tener muy poco en común con mi ser actual. Nuestras mentalidades, nuestras temperaturas internas, son completamente diferentes. Pese a la torpeza de expresión, el libro tiene una intensidad asombrosa, un verdadero voltaje. Me da mucho gusto haber podido escribir el libro cuando lo escribí; de lo contrario nunca lo habría escrito. También me gustan The Grass Harp y algunos de mis cuentos, aunque no Miriam, que es un truco hábil pero nada más. No, prefiero Chudren on Their Birthdays ("Niños en sus cumpleaños") y Shut a Final Door ("Cierra una última puerta") . .. ah, y algunos otros, especialmente uno que no parece gustarle a mucha gente, Master Misery ("La maestra miseria"), que figura en mi colección A Tree of Night.
-Usted publicó un libro sobre el viaje de los artistas de Porgy and Bess a Rusia. Una de las cosas más interesantes en relación con el estilo es su insólita objetividad, incluso en comparación con los reportajes de los periodistas que han pasado muchos años consignando sucesos en una forma imparcial. Uno tiene la impresión de que esta versión debe de haber sido tan aproximada a la verdad como puede lograrse a través de los ojos de otra persona, lo cual es sorprendente cuando se considera que la mayor parte de la obra de usted se caracteriza precisamente por su carácter personal.
-En realidad, no pienso que el estilo de ese libro, Se oyen las musas, difiera notablemente de mi estilo novelístico. Tal vez el contenido, el hecho de que se refiere a sucesos reales, lo haga parecer así. Después de todo, es un reportaje directo, y al escribir reportajes uno se ocupa de la literalidad y las superficies, de la implicación sin el comentario. En el reportaje no se pueden lograr las profundidades inmediatas que pueden lograrse en la literatura novelística. Sin embargo, una de las razones que me han movido a escribir reportajes es la de probar que podía aplicar mi estilo a las realidades del periodismo. Pero creo que mi método novelístico es igualmente objetivo: la actitud emocional me hace perder el control literario. Tengo que agotar la emoción antes de sentirme lo suficientemente clínico para analizarla y proyectarla, y por lo que a mí se refiere ésa es una de las leyes de la adquisición de una verdadera técnica. Si mi literatura novelística parece más personal es porque ella depende del área más personal y reveladora del artista: su imaginación.
-¿Cómo agota usted la imaginación? ¿Se trata únicamente de pensar la historia durante cierto tiempo o hay otras consideraciones?
-No, no creo que sea sólo cuestión de tiempo. Suponga que usted se pasa una semana comiendo sólo manzanas. Indiscutiblemente usted agota su apetito por las manzanas y sin duda alguna sabe cuál es su sabor. Cuando yo me pongo a escribir un cuento, tal vez ya no siento ninguna hambre de ese cuento, pero considero que conozco perfectamente su sabor. Los artículos sobre Porgy and Bess no tienen ninguna relación con este asunto. Eso era reportaje y las "emociones" no tenían mucho que ver, cuando menos con los territorios difíciles y personales del sentimiento a que me refiero. Creo recordar haber leído que Dickens, a medida que escribía, se moría de risa con su propio humorismo y derramaba lágrimas sobre toda la página cuando uno de sus personajes moría. Mi propia teoría es que el escritor debe haber gozado su ingenio y secado sus lágrimas mucho, mucho antes de proponerse suscitar reacciones similares en un lector. En otras palabras, creo que la mayor intensidad en el arte en todas sus formas se alcanza con una cabeza dura, fría y deliberada. Por ejemplo, Un coeur simple (Un corazón sencillo) de Flaubert. Un cuento sentido. escrito sentidamente; pero sólo podía ser la obra de un artista muy consciente de las técnicas verdaderas, es decir, de las necesidades. Estoy seguro de que en algún momento Flaubert debe de haber sentido el cuento muy intensamente, pero no cuando lo escribió. O, para tomar un ejemplo más contemporáneo, considere esa maravillosa novela corta de Katherine Anne Porter, Noon Wine (El vino de mediodía). Tiene tanta intensidad, tanta fuerza de actualidad... y, sin embargo, el estilo está tan controlado y los ritmos interiores del relato son tan inmaculados, que yo estoy bastante seguro de que la autora estaba a cierta distancia de su material.
-¿Han sido escritos sus mejores cuentos o libros en momentos relativamente tranquilos de su vida o trabaja usted mejor debido a la tensión emocional o a despecho de ella?
-Tengo la ligera sospecha de que no he vivido un solo momento de tranquilidad, a menos que cuente el que produce un nembutal ocasional. Aunque, ahora que pienso en ello, pasé dos años en una casa muy romántica en lo alto de una montaña en Sicilia, y supongo que ese periodo podría considerarse tranquilo. Fue tranquilo, Dios lo sabe. Allí escribí El arpa de hierba. Pero debo decir que un poco de tensión, como la que se deriva del empeño de acabar un trabajo dentro de un plazo dado, me viene bien.
-Usted ha vivido en el extranjero durante los últimos ocho anos. ¿Por qué decidió regresar a los Estados Unidos?
-Porque soy norteamericano y nunca podría ser, ni tengo ganas de ser, otra cosa. Además, me gustan las ciudades, y Nueva York es la única ciudad-ciudad verdadera. Con excepción de un período de dos años, regresé a los Estados Unidos cada uno de esos ocho años, y nunca me sentí un expatriado. Para mí, Europa fue un método de adquirir una perspectiva y una educación, un escalón hacia la madurez. Pero la ley del rendimiento menguante es una realidad, y hace unos dos años empecé a sentir sus efectos: Europa me había dado muchísimo, pero de repente sentí que el proceso empezaba a invertirse; me estaba quitando en vez de darme. Así que regresé, sintiéndome bastante crecido y capaz de establecerme donde están mis raíces, lo cual no quiere decir que haya comprado una butaca y me haya petrificado. De ninguna manera. Me propongo seguir viajando mientras las fronteras permanezcan abiertas.
-¿Lee usted mucho?
-Demasiado. Y cualquier cosa, incluidas las etiquetas, las recetas de cocina y los anuncios. Soy un apasionado de los periódicos: leo todos los diarios de Nueva York todos los días y, además, las ediciones dominicales y varias revista extranjeras. Las que no compro las leo de pie en los puestos de revistas. Leo un promedio de cinco libros a la semana: una novela de extensión normal me lleva unas dos horas. Disfruto las novelas de misterio y me gustaría escribir una algún día. Aunque prefiero las buenas novelas, durante los últimos años mis lecturas parecen haberse concentrado en las cartas, los diarios y las biografías. No me molesta leer mientras estoy escribiendo, es decir, que no me sucede que mi pluma empiece a escribir de repente con el estilo de otro escritor. Aunque una vez, durante un prolongado periodo de lectura de James, mis propias oraciones se hicieron terriblemente largas.
-¿Qué escritores han influido más en usted?
-Que yo sepa conscientemente, nunca me be sentido bajo ninguna influencia literaria directa, aunque varios críticos me han informado que mis primeras obras están en deuda con Faulkner y Eudora Welty y Carson McCullers. Es posible. Yo soy un gran admirador de los tres, y de Katherine Anne Porter también. Pero no creo, cuando los examino cuidadosamente, que tengan mucho en común entre si, ni conmigo, excepto que todos nacimos en el Sur. El momento ideal, Si es que no el único, para sucumbir a Thomas Wolfe es entre los trece y los dieciséis años. Wolfe me parecía un gran genio entonces, y todavía me lo parece, aunque ya no puedo leer una sola línea suya. Del mismo modo han muerto otras pasiones juveniles: Poe, Dickens, Stevenson. Los amo en el recuerdo, pero los encuentro ilegibles. Los entusiasmos que permanecen constantes son: Flaubert, Turguenev, Chéjov, Jane Austen, James, E. M. Forster, Maupassant, Rilke, Proust, Shaw, Willa Cather... oh, la lista es demasiado larga, así que la terminaré con James Agee, un hermoso escritor cuya muerte hace más de dos años fue una verdadera pérdida. La obra de Agee, por cierto, fue muy influida por el cine. Yo creo que la mayoría de los escritores jóvenes han aprendido y tomado mucho del aspecto visual, estructural, de la técnica cinematográfica. Ese ha sido mi caso.
-Usted ha escrito para el cine, ¿no es cierto? ¿Cómo le fue?
-Me divertí de lo lindo. Cuando menos la única película que escribí me hizo gozar enormemente. Trabajé en ella con John Huston mientras la película estaba en proceso de filmación en Italia. Algunas veces escribía en el mismo set las escenas que estaban a punto de filmarse. Los actores parecían volverse locos; algunas veces el propio Huston no parecía saber lo que estaba pasando. Naturalmente, las escenas había que escribirlas partiendo de una secuencia, y hubo momentos especiales en que yo llevaba en mi cabeza el único esquema real del llamado argumento. ¿Usted nunca vio esa película? Oh, debería verla. Es una broma estupenda, aunque me temo que al productor no le haya hecho gracia. Al diablo con él. Cada vez que la exhiben en un cine de segunda corrida voy a verla y paso un gran rato. Hablando en serio, sin embargo, no creo que un escritor tenga muchas posibilidades de imponerse en una película a menos que trabaje en íntima relación con el director o que él mismo sea el director. El cine es en tal medida un medio de expresión del director que sólo ha producido un escritor que, trabajando exclusivamente como guionista, puede considerarse como un genio del cine. Me refiero a ese tímido y encantador pequeño campesino que se llama Zavattini. ¡Qué sentido visual! El ochenta por ciento de las buenas películas italianas fueron hechas con guiones de Zavattini: todas las películas de De Sica, por ejemplo. De Sica es un hombre encantador, una persona talentosa y profundamente refinada; ello no obstante, es sobre todo un megáfono para Zavattini, sus películas son absolutamente creaciones de Zavattini: cada matiz, cada actitud, cada detalle está indicado claramente en los guiones de Zavattini.
-¿Podría usted mencionar algunos de sus hábitos de trabajo? ¿ Usa usted un escritorio? ¿Escribe a máquina?
-Soy un autor completamente horizontal. No puedo pensar a menos que esté acostado, ya sea en la cama o en un diván y con un cigarrillo y café a la mano. Tengo que estar chupando y sorbiendo. A medida que avanza la tarde, cambio de café a té de menta y de jerez a martinis. No, no uso máquina de escribir. No al comienzo. Escribo mi primera versión a mano (con lápiz).
Después hago una revisión completa, también a mano. Esencialmente, me considero un estilista, y los estilistas son notoriamente proclives a dejarse obsesionar por la colocación de una coma y por el peso de un punto y coma. Las obsesiones de este tipo, y el tiempo que me quitan, me irritan hasta lo indecible.
-Usted parece establecer una distinción entre los escritores que son estilistas y los que no lo son. ¿A cuáles autores llamaría estilistas y a cuáles no?
-¿Qué es el estilo? ¿Y "qué es", como pregunta el Zen Koan, "el sonido de una mano?" Nadie lo sabe realmente, sin embargo, uno lo sabe o no lo sabe. Para mí, si usted me permite una pequeña imagen un tanto simplista, el estilo es el espejo de la sensibilidad de un artista, en mayor grado que el contenido de su obra. En cierta medida todos los escritores tienen estilo: Ronald Firbank, el pobrecito, apenas tenía otra cosa, y gracias a Dios se dio cuenta de ello. Pero la posesión del estilo, de un estilo, es a menudo un impedimento, una fuerza negativa, no como debería ser, y como es, pongamos por caso, en E. M. Forster, Colette, Flaubert, Mark Twain, Hemingway e Isak Dinesen: un refuerzo. Dreiser, por ejemplo, tiene un estilo.. . pero, ¡oh, Dio buono! Y Eugene O'Neill. Y Faulkner, con todo lo brillante que es. Todos ellos me parecen triunfos sobre estilos fuertes pero negativos, estilos que no añaden nada realmente a la comunicación entre el escritor y el lector. Y también existe el estilista sin estilo, lo cual es muy difícil, muy admiraba y siempre muy popular: Graham Greene, Maugham, Thornton Wilder, John Hersey, Willa Cather, Thurber, Sartre (recuerde usted que no estamos discutiendo el contenido), J. P. Marquand, etcétera. Pero, si, si existe ese animal que es el no-estilista. Sólo que no son escritores; son mecanógrafos. Mecanógrafos sudorosos que llenan libras de papel con mensajes sin forma, sin ojos y sin oídos. Bueno, ¿quiénes son algunos de los escritores jóvenes que parecen estar enterados de que el estilo existe? P. H. Newby, Francoise Sagan, en cierta medida. Bilí Styron, Flannery O'Connor. .. ¡ah, esa muchacha tiene algunos momentos extraordinarios! James Merrilí. William Goyen... si dejara de ser histérico. J. D. Salinger, especialmente en la tradición del estilo coloquial. ¿ Colin Wilson? Otro mecanógrafo.
-Usted dice que Ronald Firbank apenas tenía algo más que estilo. ¿ Cree usted que el estilo por sí solo puede hacer que un escritor sea grande?
-No, no lo creo... aunque, podría argumentarse: ¿ qué le sucedería a Proust si lo separáramos de su estilo? El estilo nunca ha sido el punto fuerte de los escritores norteamericanos. Y eso a pesar de que algunos de los mejores estilistas han sido norteamericanos. Hawthorne fue un buen arranque para nosotros Y durante los últimos treinta años, Hemingway, por lo que al estilo se refiere, ha influido en más escritores en escala mundial que ningún otro escritor. En la actualidad, creo que nuestra propia señorita Porter sabe tan bien como cualquiera de qué se trata.
-¿Puede un escritor aprender el estilo?
-No, no creo que el estilo sea algo a lo que se llegue conscientemente, como tampoco llegamos al color de nuestros ojos. Al fin y al cabo, su estilo es usted. En última instancia la personalidad de un escritor tiene mucho que ver con la obra. La personalidad tiene que estar humanamente presente. Personalidad es una palabra envilecida, ya lo sé, pero es lo que yo quiero decir. La humanidad individual del escritor, su palabra o su gesto frente al mundo, tiene que aparecer casi como un personaje que entre en contacto con el lector. Si la personalidad es vaga o confusa o meramente literaria, cha ne va pas. Faulkner, McCullers son escritores que proyectan su personalidad de inmediato.
-Resulta interesante que su obra haya sido tan ampliamente elogiada en Francia. ¿Cree usted que el estilo es traducible?
-¿ Por qué no? Siempre que el autor y el traductor sean gemelos artísticos
-Bueno, me temo que lo interrumpí a usted con su cuento todavía manuscrito a lápiz. ¿Qué sucede a continuación?
-Déjeme ver, ése era el segundo borrador. Entonces mecanografío un tercer borrador en papel amarillo, un tipo muy especial de papel amarillo, ¿sabe usted? No, no salgo de la cama para hacer esto último. Mantengo la máquina sobre mis rodillas. Ah, sí, lo hago muy bien: escribo cien palabras por minuto. Bueno, cuando el borrador en papel amarillo está listo, guardo el manuscrito durante algún tiempo, una semana, un mes, a veces más. Cuando vuelvo a sacarlo, lo leo tan fríamente como sea posible, después se lo leo a uno o dos amigos y decido qué cambios quiero hacerle y si deseo publicarlo o no. He echado a la basura unos cuantos cuentos, una novela entera y la mitad de otra. Pero si todo marcha bien, mecanografío la versión definitiva en papel blanco y ahí acaba todo.
-¿Está el libro completamente organizado en su cabeza antes de que usted lo comience, o se desarrolla sorprendiéndolo a usted mismo a medida que lo escribe?
-Las dos cosas. Yo tengo invariablemente la ilusión de que todo el desarrollo de un relato, su comienzo, su parte intermedia y su término, ocurren de manera simultánea en mi mente, como si lo viera en un solo relámpago. Pero en la elaboración y la redacción se producen sorpresas infinitas. Gracias a Dios que es así, porque la sorpresa, el sesgo repentino, la frase que se presenta en el momento preciso sin que se sepa de dónde viene, son el dividendo inesperado, el jubiloso empujoncito que mantiene activo a un escritor.
Hubo una época en que yo usaba un cuaderno de apuntes en el que hacía esquemas de cuentos. Pero descubrí que eso marchitaba de algún modo la idea en mi imaginación. Si la idea es lo suficientemente buena, si de veras le pertenece a uno, entonces no se puede olvidar: lo acosará a uno hasta que la escriba.
-¿Qué porción de su obra es autobiográfica?
-Una porción muy reducida, en realidad. Una parte pequeña es sugerida por incidentes y personajes reales, aunque todo lo que un escritor escribe es en cierto sentido autobiográfico. El arpa de pasto es lo único que he escrito tomándolo de la realidad, y naturalmente todo el mundo pensó que era inventado y se imaginó que Otras voces, otros ámbitos era una obra autobiográfica.
-¿Tiene usted algunas ideas o proyectos definidos para el futuro?
-(Meditabundo ) Bueno, sí, creo que sí. Siempre he escrito lo que era más fácil para mí hasta ahora. Quiero intentar algo distinto, una especie de extravagancia controlada. Quiero usar más mi mente, usar muchos colores. Hemingway dijo una vez que cualquiera puede escribir una novela en primera persona. Yo sé exactamente lo que él quería decir.
-¿Lo han tentado a usted algunas de las otras artes?
-No sé si es un arte, pero durante varios años padecí el gusanillo del teatro y, más que ninguna otra cosa, quise ser bailarín de zapateado. Solía practicar mi buck-and-wing hasta que todos en la casa sentían ganas de matarme. Más tarde ansié tocar la guitarra y cantar en clubs nocturnos. Hice ahorros para comprar una guitarra y tomé lecciones durante todo un invierno, pero a fin de cuentas lo único que aprendí a tocar bien fue una pieza de aprendiz llamada "I Wish I Were Single Again". Me cansé tanto del asunto que un día le regalé la guitarra a un desconocido en una terminal de autobuses. También me interesó la pintura y estudié durante tres años, pero me temo que me faltaba el fervor, la vrai chose.
-¿Cree usted que las críticas sirven de algo?
-Antes de publicar, y siempre y cuando provengan de personas en cuyo juicio uno confíe, sí, por supuesto, la crítica ayuda. Pero después que algo es publicado, todo lo que deseo leer o escuchar son elogios. Lo que no lo sea

Norman Mailer

ENTREVISTA EN EL MUNDO
Norman Mailer: 'Ha sido más fácil escribir de Hitler y del diablo que de Jesucristo'
'The castle in the forets' es la número 36 de sus obras desde que comenzó hace 25 años
El escritor asegura que hará un esfuerzo porque ésta no sea su última novela
Los personajes de su libro son reales menos un apicultor, única licencia que se ha tomado
CARLOS FRESNEDA
NUEVA YORK.- Hay que tomar aliento para recordar todo lo que ha sido Norman Mailer a lo largo de su vida. Niño prodigio de las letras estadounidenses y sucesor legítimo de Ernest Hemingway cuando era un veinteañero; gran teórico de la contracultura y de la Generación Beat; biógrafo de lujo de personajes como Pablo Picasso y Lee Harvey Oswald; donjuán intelectual y malencarado...
¿Suficiente para dejar un bonito cadáver? No para Mailer, que con 83 años larguísimos ha entregado una nueva novela, 'The castle in the forest', que narra la infancia de Adolf Hitler desde la mirada de un enviado del infierno. EL MUNDO ha podido acercarse a Mailer para constatar que sigue agudo y lleno de fuerza, como siempre.
Pregunta.- ¿Por qué Hitler y por qué ahora?
Respuesta.- La idea me llevaba rondando la cabeza desde hace más o menos 50 años, o incluso antes. Desde que mi madre, que vino huyendo con su familia del antisemitismo en Lituania, advirtió a todo el mundo lo que iba a pasar con Hitler...
Digamos que siempre quise escribir esta novela, pero el impulso lo sentí en el momento en que fui consciente de que estaba haciéndome viejo de verdad. "Si quieres escribirla, ya puedes empezar", me dije. Y me lo tomé tan en serio que empecé a estudiar alemán. Duré dos meses: un amigo mío me dijo que es imposible aprender otro idioma después de los 50, y mucho menos a los 80. Tenía razón.
He hecho una inmersión profunda en la Historia y en la cultura alemanas, y sobre todo en la biografía de Hitler, para intentar entender cómo pudo ser concebido el monstruo. Tenía decididamente una inspiración diabólica: no me lo puedo explicar de otra manera. Por eso, el narrador es un enviado del diablo que le ve crecer de niño. La novela se iba a llamar en principio La madre de Hitler, e iba a llegar hasta que el niño cumpliera cuatro años. La he extendido hasta los 16, ya sabemos lo que ocurrió después.
P.-'The castle in the forets' hace la número 36 entre las obras escritas desde que se destapó a los 25 años con 'Los desnudos y los muertos' ¿Es consciente de que puede ser su última novela?
R.- Estoy muy orgulloso de esta novela, y si fuera la última creo estaría muy satisfecho. Pero no es cuestión de ponerse trascendente. Simplemente, estoy contento con ella... Ha habido críticas buenas y críticas malas, como casi siempre. Pero viendo la reacción de la gente y el interés que sigue despertando Hitler a estas alturas, he cogido impulso para seguir escribiendo.
Normalmente tardo tres años en escribir una novela y la semana que viene cumplo 84. Conozco gente que estaba muy bien con 85 años y cuya salud se ha deteriorado terriblemente en el camino de los 90... No sé si voy a ser capaz de llegar. De momento, y pese a mis problemas de salud (me fallan las piernas, me estoy volviendo duro de oído), la cabeza me funciona y el pulso aguanta. Prometo volver a intentarlo, voy a hacer un esfuerzo por intentar escribir una última novela.
P.- ¿Qué tiene en mente?
R.- Una idea es trasladar al narrador de esta novela a otro lugar histórico; la otra es indagar en la vida de Heinrich Himmler, que me parece un personaje odioso pero tremendamente interesante. Pero ya digo, si me fallan las fuerzas, me doy por contento con que ésta sea mi última novela.
P.- ¿El éxito temprano fue un estigma o un regalo para su carrera?
R.- Es curioso, porque, cuando el éxito te llega repentinamente a los 25 años, no estás preparado. De pronto tienes que alterar tus hábitos, creas unas expectativas determinadas, sufres cierta presión y puedes caes fácilmente en eso que llaman 'una crisis de identidad', que es una cosa que, hasta ese momento, ni siquiera sabías lo que era.
Durante mucho tiempo me lo tomé casi como una maldición: ahora vuelvo la vista atrás y pienso que fue una bendición. Al menos, me sirvió para no pasar por el calvario de muchos escritores, que se consumen durante años trabajando en algo que en el fondo detestan hasta que pueden vivir de la literatura. Eso, poco a poco les va erosionando el talento. Es algo por lo que afortunadamente no tuve que pasar.
P.- 'Los desnudos y los muertos', 'The castle in the forest'... ¿qué otros tres títulos salvaría de la quema?
R.- No me ponga en esa tesitura. Para mí las novelas y los ensayos, todas mis obras, son un poco como hijos. He tenido nueve hijos, no me diga que me lleve a cinco y que deje morir a cuatro. Si los libros tuvieran sentimientos, ¿cómo podría dejar alguno atrás?
P.- Alguno por el que sienta entonces especial predilección?
R.- Pongamos que 'La canción del verdugo'. En su momento pensé que con esa obra había escrito lo más equiparable al talento de Hemingway, pero estaba equivocado. Él escribió frases más simples y mejores que las que yo nunca he podido escribir. Puede que Hemingway no tuviera la mejor cabeza, pero, posiblemente, nadie como él haya tenido un dominio tan proverbial de la frase en inglés desde William Shakespeare... Digo "posiblemente". Dejo abierta la puerta a otras opiniones.
P.- Hay quienes le consideran el mayor novelista americano vivo un paso por delante de Philip Roth, Cormac McCarthy, Thomas Pynchon y John Updike y quienes insisten en que usted será, sin embargo, más recordado como periodista ¿Usted qué cree?
R.- Yo creo que todos pensamos que somos el mejor novelista de América, pero ésa es una opinión subjetiva. Yo aspiro a ser considerado novelista porque lo considero una forma más compleja y superior.
P.-La realidad y la ficción libran un pulso constante en sus libros, ¿forma parte del juego?
R.- Alguna vez he dicho que la ficción da una mejor noción de la realidad que los ensayos y los textos históricos. Los hechos que nos llegan fueron filtrados, distorsionados, incompletos. Lo que se dan como hechos son mucha veces actitudes.
Pocos ensayos quedan como testimonio histórico de una época, y sin embargo, hay novelas como las de Tolstoi o Stendhal que ofrecen un paradigma de la naturaleza humana, van mucho más allá de su propia época y quedan sin embargo como constancia de lo que ocurrió. Pienso que las grandes novelas están más cerca de la existencia que los propios hechos, al menos tal y como nos llegan, filtrados en los libros de Historia.
P.- ¿Qué hay pues de ficción y qué hay de realidad en su última entrega?
R.- Todos los personajes son reales, salvo un apicultor que aparece y que es la única licencia que me he tomado en el reparto. La idea de que Hitler fue fruto de un incesto no está tal vez suficientemente probada, pero es bastante creíble en el contexto en el que se crió.
El narrador, obviamente, es otra licencia que me he permitido. Que la idea esté contada por esa tercera persona omisciente, capaz de penetrar en las mentes de todos, como en las grandes narraciones el siglo XIX, me venía estupendamente para mi propósito. Si ese narrador es un enviado del diablo, mejor que mejor. En el fondo, todos los novelistas somos diablos minúsculos...
Su visión de Hitler
P.- ¿Cree usted realmente que a Hitler lo concibió el diablo?
Bueno, esa idea forma parte de la provocación. Siempre he buscado irritar, no lo oculto. Pero en esta ocasión, creo que no estoy muy lejos de la realidad...
Hitler me parece el mayor veneno contra la civilización y la especia humana que haya producido la Historia. El único que se le puede comparar es Stalin, pero Hitler era sin duda más diabólico. A Stalin se le puede llegar a entender en términos humanos, teniendo en cuenta que tuvo que abrirse paso en un ambiente my cruel y duro, y que se regía por una ley: si quieres ganar tienes que destruir a tus enemigos. Mató a millones de personas, quizás más de los que mató Hitler, pero no lo hizo directamente en cámaras de gas, les confinó en gulags, les dejó morir de hambre...
Hitler fue un asesino por categorías, que es la cosa más peligrosa que puede ocurrir: ejecutar a tus víctimas por juicios o prejuicios, porque son gitanos, o judíos, matarlos en masa con la intención de exterminarlo. Ése es un tipo vanidad y de crueldad que va mucho más allá de lo imaginable en los seres humanos...
P.- ¿Le preocupa la recepción que el libro pueda tener en Alemania, que lo puedan considerar una ofensa o una imperdonable intrusión?
R.- Mi idea inicial era publicar primero el libro en Alemania, contar con que allí me iba a encontrar con un gran éxito y que, justo después, podría salir en Estados Unidos. Pero... El libro se va traducir a 20 idiomas, hemos encontrado editores en casi todo mundo menos en Alemania...
Fíjese en mi ingenuidad. A ver si algún alemán me lo explica... Puede haber varias causas: puede que los alemanes quieran volver la vista hacia otra parte, haciendo como si nada hubiera pasado y corriendo una cortina sobre el tema; puede que les pase lo que a los judíos estadounidenses, esa pretensión de ser políticamente correctos, evitar ofender y ser ofendidos a toda costa.
P.- En su última obra de ficción, 'El evangelio según el hijo', intentó meterse usted en la piel de Jesús. Ahora intenta ahondar en la mente del diablo, o lo que quede de él en nuestra cultura, ¿No es un salto demasiado pretencioso?
R.- Tengo la impresión de que el tema de Jesús me quedó un poco grande. Pero esta vez no he tenido esa sensación. Con Hitler, y desde la perspectiva del diablo, todo ha sido todo más fácil...
P.-Esta profusión de ángeles y diablos y de la lucha del bien contra el mal tiene muy despistados a quienes le consideraban a usted un intelectual de izquierdas...
R.- Bueno, yo siempre me he considerado más bien un conservador de izquierdas. Conservador es una palabra un tanto engañosa y en cada parte del mundo tiene una acepción distinta. Pero hay elementos válidos tanto a la izquierda como a la derecha, y yo he intentado hacer una síntesis siempre que he podido. ¿Y qué es un conservador de izquierdas? Tal vez tenga un nombre que sirve para explicar lo que soy pero que, en el fondo, no explique nada. Como la palabra socialdemócrata, ¿qué significa realmente?
Mailer y Dios
P.- ¿Cree usted en Dios?
R.- Sí, creo en Dios. No en el Dios de los americanos fundamentalistas. Creo que los fundamentalistas son en el fondo agentes de Satán y que el dios que ofrece juicios permanentes y finales sobre todas los cosas no existe.
Dios, como yo lo veo, es nuestro creador, que está en guerra con otros poderosos elementos en el universo, alguien o algo, él o ella no entro en disquisiciones sobre su sexo , que está luchando por hacerlo lo mejor posible...
Una idea que me fascina y que he desarrollado con placer en el libro es que Dios y Satán tienen sus limitaciones. Ellos tienen una economía y ciertos recursos. Sus agentes tienen que tener en cuentas esas limitaciones. De algún modo, operan como los agentes de la CIA. Digamos que los agentes del diablo actúan con una CIA oscura y supernatural [risas].
P.- ¿Hasta dónde llega su fe en la lucha entre el bien y el mal? ¿Dónde acaba la ficción y arranca la realidad?
R.- Admito que cuando hablo de Dios y el Diablo en estos términos, la gente frunce el ceño y mira pensando que estoy loco. Pero insisto en que la idea de Dios y Satán me parecen reales.
En la Edad Media, los dos se disputaban el poder supremo. Luego vino la Ilustración para dar el poder a los humanos y desvanecer la idea de que existen fuerzas superiores. Pero yo creo en Dios como una fuerza que actúa en un sentido, y creo también que hay una fuerza que opera en sentido contrario.
Hay también una tercera fuerza, la de los seres humanos que detestan la noción de Dios y que piensan que no lo necesitamos, ahora que tenemos la ciencia para explicar ciertas cosas. Pero resulta que la ciencia se puede inclinar también hacia uno u otro lado, y que, de algún modo, es una fuerza que escapa muchas veces a nuestro propio control.
P.- ¿Y cree usted que el diablo se reencarna periódicamente en la Historia?
R.- No me lo tome demasiado en serio, sólo especulo. Nadie tiene el conocimiento ni la confianza necesaria para poder hablar seriamente sobre estos asuntos. ¿Se trasmite el mal de persona en persona? ¿Se reencarna cada tanto tiempo? Son respuestas a las que no puedo responder. Ahora bien, cuando eres novelista y tienes un pensamiento diabólico y lo escribes... Soy un novelista y tomo decisiones novelísticas, siempre y cuando tenga un sentido en el conjunto de la novela.
P.- Y, después de haber sido testigo de los horrores del siglo XX, y visto lo visto en el siglo XXI, ¿qué cabe esperar?
R.- A pesar de las dos guerras mundiales, creo al final fuimos capaces de evitar nuestra autodestrucción en un guerra atómica, y ese hecho el final de la guerra fría fue para mí el momento álgido del siglo XX.
En el siglo XXI tenemos un dilema parecido, y no hablo del terrorismo o esa guerra ideológica de la que habla Bush. Hablo de la posibilidad de autodestrucción de la especie humana por el deterioro del medio ambiente, y vuelvo al asunto de antes. La ciencia nos ha llevado por esta camino y sólo la ciencia puede salvarnos. Depende del uso que hagamos de ella.
P.- A punto de cumplir los 84 años, ¿le queda algún deseo incumplido?
R.- El de haber sido director de cine. Llegué demasiado tarde al oficio, pero me parece la profesión ideal. Ser director de cine es como ser un general, pero sin derramamiento de sangre. Pero por otra parte no me puedo quejar: la verdad es que mi vida ha sido tan azarosa como la de un director de cine. Me casé seis veces..
P.-Su mujer, Norris Church, está también a punto de publicar...
R.- Sí, ella fue modelo en los años 70 y es un espléndida escritora. La novela se va titular 'Cheap diamond', y va sobre el mundo de las modelos en Nueva York en los años 70. Compartir la vida con un escritor no es fácil. Tenemos que ser pacientes el uno con el otro. Ella es mucho más joven que yo, y le pido que, por favor, no se compare conmigo. Ahora bien, si vende más que yo tendremos algunos problemas...

Gay Telese

Hugh Hefner un Playboy enamorado
*Una crónica de Gay Talese Ilustraciones de Eduardo Seligra
En sus momentos más visionarios, sentado en la cama redonda de su avión particular, un elegante jet DC-9 negro que lo transportaba regularmente a él y a varias playmates de su mansión de Chicago a su mansión en Los Ángeles, Hugh Hefner se veía como la corporeización del sueño masculino. El creador de una utopía corporativa. El punto central de una película casera pero de gran presupuesto que de forma constante crecía sobre su tema narcisista mes a mes en su cabeza. Una película de romance y drama en la que él era el productor, el director, el escritor, el elector del elenco, el diseñador del decorado y el ídolo y amante de cada estrella apetecible que aparecía para fortalecer –jamás en primer plano– su posición favorita al borde de la saciedad.La fuente inicial de su fortuna fue PLAYBOY, que inició en 1953 con seiscientos dólares que pidió prestados dando como aval los muebles de su casa matrimonial. Y el éxito de su revista señaló el fin de su matrimonio y el principio de un continuo noviazgo con fotografías de desnudos y con modelos que habían posado para esas fotos. Las mujeres de PLAYBOY eran las mujeres de Hefner, y después de las sesiones fotográficas él las felicitaba, les compraba regalos lujosos y se llevaba a muchas de ellas a la cama. Incluso después de que dejaran de posar para PLAYBOY y se hubieran ido con otros hombres para crear sus propias familias, Hefner aún las consideraba sus mujeres. Él siempre las poseería en los volúmenes encuadernados de su revista.En 1960 abrió en Chicago su primer Playboy Club, introduciendo en su vida numerosas bunnies [conejitas] de todo el país, algunas de las cuales fueron a vivir a los dormitorios de su mansión de cuarenta y ocho habitaciones en la exclusiva zona de Gold Coast, próxima al lago de Chicago. Cuando vio por primera vez la mansión, ésta le recordó algunas de las enormes casas que él había visto en las películas de misterio, con túneles escondidos y puertas secretas. Pero después de haber comprado la propiedad y descubierto que carecía de esas características, se hizo construir su propio túnel, junto con paredes y bibliotecas que se movían apretando un botón. También añadió dentro del inmenso interior un estudio de cine y una máquina de palomitas de maíz, una pista de bolos y un baño turco. Y aunque él no nadaba, instaló en el sótano una piscina reglamentaria. La piscina estaba construida parcialmente con cristal, de modo que desde el bar que Hefner tenía bajo el agua veía una panorámica de las bunnies que nadaban desnudas.Ya que los mayordomos de traje oscuro y el numeroso personal de cocina de Hefner trabajaban en turnos, a él y a sus huéspedes les era posible pedir el desayuno o la cena a cualquier hora del día o de la noche. Y como Hefner prefería que todas las ventanas de la casa estuvieran cerradas, podía residir en reclusión principesca durante muchos meses sin enterarse jamás de la temperatura exterior, de la actividad de la calle, de la temporada del año o de la hora del día. Al igual que el predestinado Jay Gatsby –el héroe de Fitzgerald, su novelista favorito–, Hefner daba con frecuencia grandes fiestas para cientos de personas. Y, como Gatsby, a veces ni hacía acto de presencia, pues prefería quedarse en su suite privada detrás de unos muros de roble para trabajar en la diagramación de un próximo número de su revista, o gozar de la compañía de un grupo más reducido de íntimos, o mirar en la pantalla que tenía delante de su cama una película de las cientos que almacenaba en su cinemateca.Su suite, diseñada por él mismo de modo que no tuviera que salir de ella salvo en raras ocasiones, ofrecía toda clase de comodidades. Tenía equipos de sonido y televisión que le permitían ponerse en contacto desde su cama con los ejecutivos de PLAYBOY que estaban a algunas manzanas de distancia. Apretando botones, podía hacer girar la cama trescientos sesenta grados en cualquier dirección: la podía hacer sacudir, vibrar o detenerse súbitamente ante la chimenea o ante un sofá pardo o frente al aparato de televisión o delante de una cabecera de cama baja, chata y curva que le servía como escritorio y mesa para comer. Contenía un estéreo, varios teléfonos y un refrigerador en el que guardaba champaña y su bebida favorita, Pepsi Cola, de la que consumía más de una docena de botellas al día. Asimismo, en su habitación llena de espejos había una cámara de televisión enfocada a su cama. Esto le permitía filmar y conservar las imágenes de sus momentos de placer con algunas amantes o, como sucedía a menudo, con tres o cuatro amantes al mismo tiempo.Una noche, un recién llegado a la mansión abrió la puerta de la suite de Hefner y lo encontró desnudo en medio de la cama rodeado por media docena de playmates y bunnies. Cada una lo masajeaba delicadamente con aceite mientras él las observaba atentamente, al parecer obteniendo tanto placer de lo que veía como de lo que sentía. Era como si las fotos de su revista hubiesen cobrado vida súbitamente y le aceitaran el cuerpo en un ritual erótico.
* * *
Cuando Hefner la vio por primera vez, le sorprendió el parecido que tenía con su ex mujer Mildred. Barbara Klein era la quintaesencia de la chica del barrio, una morena de ojos verdes con una tez perfecta, una bonita y simpática nariz respingada y un cuerpo gracioso y floreciente resaltado por una indumentaria informal, pero bien cortada. Barbara Klein había sido animadora del equipo de football de su escuela y Miss América Adolescente en Sacramento, su ciudad natal. Después de haber salido varias veces con ella, de repente Hefner pareció interesado en tener una relación más formal. Ya tenía más de cuarenta años, y aunque Barbara Klein no era mucho mayor que su hija Christie, era diferente de las docenas de jóvenes que él había conocido desde su divorcio. Tenía curiosidad intelectual, era más vivaz y estaba más educada socialmente. Como hija de un médico de una conocida familia judía de Sacramento, sentía menos fascinación por la fortuna o posición de Hefner que la mayoría de las demás chicas. Cuando salían juntos, Barbara insistía en que no pasase a buscarla con su limusina con chofer y prefería conducir su propio coche y reunirse con él en un restaurante o en la fiesta a la que habían acordado asistir. También evitaba estar a solas con él en una habitación, pues no tenía intención de perder la virginidad con un hombre de su edad y reputación. Al principio de sus relaciones, ella le explicó:–Eres una buena persona, pero jamás he salido con alguien mayor de veinticuatro años.A lo que él contestó:–Está bien, lo mismo me sucede a mí.Aunque Hefner había tenido relaciones con cientos de mujeres fotogénicas desde que empezara su revista, disfrutaba de la compañía femenina más que nunca. Quizá lo más significativo, considerando todo lo que Hefner había visto y hecho en los últimos años, era el hecho de que cada encuentro con una mujer desconocida representaba para él una experiencia nueva. Era como si siempre estuviera viendo desvestirse por primera vez a una mujer, redescubriendo con deleite la belleza del cuerpo femenino y con anhelosa expectativa cuando se quitaban las bragas y se les veían sus suaves nalgas. Y jamás se cansaba de consumar el acto. Era un adicto al sexo con un apetito insaciable.A medida que Barbara Klein pasaba más tiempo en su compañía y empezaba a conocer a sus numerosos amigos en el mundo de la edición y el espectáculo, ella se sentía cada vez más cómoda en su mundo y personalmente más sensible con Hefner. En 1969, durante una visita a su mansión de Chicago, Barbara Klein no sólo se mostró dispuesta sino ansiosa por consumar sus relaciones en la gran cama redonda. También estuvo de acuerdo en posar para la cubierta de PLAYBOY, la que sería la primera de sus numerosas apariciones que le atraerían finalmente la atención nacional con el nombre de Barbi Benton. Hefner estaba fascinado con ella, sacudido por la atracción intensa que le producía, y a medida que ella reaccionaba con juvenil deleite a los lugares y cosas hermosas que Hefner daba por descontadas, motivaba en él un deseo de explorar aun más las ilimitadas posibilidades de su vida. Durante un fin de semana en Acapulco, Hefner se animó a seguir a Barbie y a sus amigos a volar en un water-kite propulsado por una lancha. Y por unos momentos de peligro, porque él no sabía nadar, el irremplazable director de Playboy Enterprises se vio colgado de sus brazos a una gran altura sobre la bahía.Debido a Barbi Benton, Hefner pasaba más tiempo que nunca en Los Ángeles, y en 1970 llegaría a comprar por un millón y medio de dólares un châtelaine . Juntos discutieron cómo redecorarían esa mansión de treinta habitaciones cubierta de marfil que se transformaría en la Playboy Mansion West, en la cual, durante muchos meses, arquitectos y constructores remodelaron los cinco acres y medio y los convirtieron en colinas y jardines, construyeron un lago y una cascada detrás de la casa principal y también crearon una gruta de piedra que albergaba una serie de jacuzzi donde los huéspedes podrían bañarse desnudos. Pusieron música en la gruta acuática, en el bosque de pinos y sequoyas, y en las praderas de césped donde podían vivir los animales de Hefner recientemente adquiridos: llamas y monos, mapaches y conejos, y hasta pavo reales. En los estanques había patos y ocas. En el aviario había cóndores, aracangas y flamencos. Asimismo, en un claro del bosque había una cancha de tenis a la que se debía bajar por unas escalinatas y sobre la que había una zona para comer al aire libre donde se podían servir almuerzos o cenas. Allí, camareros de corbata negra daban en bandeja, a cada pareja que llegaba con sus raquetas, dos latas sin abrir de pelotas de tenis.Visible desde prácticamente cualquier rincón de la propiedad, pese a los altos árboles y setos, estaba la mansión, una estructura como castillo con chimeneas como torreones que imitaban a una mansión inglesa del siglo XV. Frente a la entrada principal había una fuente de mármol blanco con querubines y cabezas de leones que arrojaban chorros de agua; y después de pasar por un arco de piedra y una sólida puerta de roble, los visitantes entraban en un inmenso recibidor con suelos de mármol y en el que colgaba un gigantesco candelabro dorado con velones que casi tenían el tamaño de un bate de béisbol. A la derecha había un comedor principesco con una gran mesa pulida de madera rodeada por doce sillas forradas de terciopelo azul; a la derecha, un gran salón con piano de concierto, sofás de cuero y muchas sillas que serían ocupadas por invitados en esas noches en que Hefner convertía el salón en un decorado de cine. Del recibidor partía una escalera gótica de doble balaustrada de madera que llevaba a varias de las suites privadas, incluyendo la suite principal que sería ocupada por Barbi Benton.
* * *
Durante una de sus estancias en Chicago, a cientos de kilómetros de Barbi Benton, Hefner se sintió especialmente atraído por una rubia de ojos verdes como esmeraldas, oriunda de Texas y llamada Karen Christy. Con unos pechos inmensos, firmes y magníficos, y rizados cabellos rubios platinados que le cubrían los hombros y le llegaban hasta la media espalda, Karen Christy había sido descubierta en Dallas durante una «cacería de bunnies» llevada a cabo por un ejecutivo de Hefner llamado John Dante. Dante viajaba a menudo de ciudad en ciudad entrevistando a aquellas mujeres que, en respuesta a un anuncio en el periódico local, habían expresado su interés en trabajar en uno de los quince Playboy Clubs que operaban en todo el país. En Dallas, Karen y otras doscientas solicitantes se reunieron en el hotel Statler-Hilton para posar en bikini y conocer a John Dante y a otros ejecutivos de la revista. Cuando dos semanas después se le notificó que estaba aceptada, recibió un billete de avión para Chicago y una invitación para residir en la mansión de Playboy mientras la adiestraban para el club de Miami.Karen reaccionó con alegría y entusiasmo, porque jamás había ido al este de Texas y había pasado casi toda su juventud en las afueras rurales de Abilene con una familia que no estaba acostumbrada a las buenas noticias. Llegó a la conclusión de que el empleo de camarera con un rabo de algodón tenía que ser más interesante y remunerado que el de secretaria en una oficina. Entonces hizo las maletas y, al llegar al aeropuerto de Chicago, cogió un taxi hasta los portales de hierro negro forjado de la residencia de piedra caliza y ladrillo de Hefner en North State Parkway. Después de que los guardias de seguridad hubiesen comprobado su identidad en el vestíbulo, Karen Christy fue escoltada por un mayordomo a través de un salón de mármol y cruzó la puerta que daba a los dormitorios de las bunnies.Detrás de la puerta oyó el sonido de duchas y risas, secadores de pelo y música de la radio. Y, cuando traspasó el recibidor, vio a varias muchachas desnudas que entraban y salían de las habitaciones, presumiblemente preparándose para trabajar en el Playboy Club.Sorprendida y ligeramente molesta por la extrema informalidad del ambiente, Karen tomó aun más conciencia de dónde estaba cuando al entrar en la suite que le habían asignado, vio delante de un espejo a una morena desnuda peinándose y a una rubia de pelo corto sentada ante el vestidor limándose las uñas. Aunque ambas se mostraron simpáticas cuando Karen se presentó y contestaron con paciencia a todas sus preguntas sobre el trabajo que comenzaría al día siguiente, Karen sintió que mientras ellas hablaban la observaban críticamente, estudiando el contorno de su cuerpo bajo sus ropas. Y cuando se hubo quitado la blusa, pero no el brassière, una de las mujeres comentó, como de paso:–Nosotras no usamos eso aquí.Karen sonrió, pero no se quitó el sostén mientras seguía deshaciendo la maleta. Y hasta que no se fueron de la habitación y el dormitorio quedó vacío y en silencio, ella no se quitó toda la ropa para entrar en el baño a ducharse. Más tarde, sintiéndose refrescada y vestida con ropa nueva que había comprado en Dallas, Karen salió del dormitorio y bajó las escaleras para encontrarse de pronto en el inmenso salón que tenía suelos de teca y un techo a más de siete metros y medio de altura cubierto de cuadros de flores. Alrededor de una mesa de café, cerca de la distante chimenea, conversaba un grupo de mujeres y de hombres mayores. Hefner no estaba entre ellos, pero Karen reconoció al hombre que había conocido en Dallas, John Dante. Cuando Dante la vio, se levantó de inmediato y se acercó para saludarla. Dante era un hombre elegante, con un bigote pequeño y una cara amable y rubicunda. Tenía puesta una camisa abierta de seda con un medallón de oro sobre el pecho y unos pantalones bien planchados. Aunque era de hablar reposado, los camareros presentes en el salón, atentos a su estatus en la jerarquía de Hefner, quedaron a la expectativa mientras Dante estrechaba la mano de Karen. Y cuando le preguntó si quería algo de comer o beber, dos camareros aparecieron de pronto a su lado listos para satisfacer sus deseos.La presentó a la gente de la mesa y Karen tomó asiento entre ellos durante algunos momentos de molesto silencio, mientras los demás seguían charlando y sintiéndose relajados en el esplendor del lugar. Entonces se sumó al grupo una mujer atractiva de unos treinta años con facciones delicadas y finas, grandes ojos expresivos y unos modales que, aunque refinados, parecieron cálidos y naturales. Se llamaba Bobbie Arnstein y, como luego se enteró Karen, era la secretaria social y confidente de Hefner. Entre otras obligaciones, ayudaba a recibir a los huéspedes y visitantes famosos de Hefner, convenía el horario de las reuniones comerciales celebradas en la suite de Hefner y hacía casi todas las compras, incluyendo los regalos de Navidad y cumpleaños que Hefner enviaba a sus padres e hijos. Hacía años, aunque de forma breve e informal, ella había tenido un romance con Hefner, pero desde entonces su relación había madurado hasta desembocar en una profunda y especial amistad. Ahora Bobbie Arnstein, como Hefner, prefería amantes que fuesen menores que ella. La presencia de Bobbie en la mesa y su manera sutil de incluirla en la conversación facilitaron que Karen se sintiera más a gusto entre tantos desconocidos. Pero de cualquier manera agradeció la salida elegante que le ofreció Dante cuando la invitó a conocer la mansión.Con Dante a su lado, Karen cruzó el salón de paneles de roble donde habían estado sentados, subieron dos escalones y cruzaron una puerta que daba a una habitación que estaba atestada de aparatos electrónicos, incluyendo ocho distintos monitores de televisión, uno para cada canal de Chicago, lo que permitía grabar de forma simultánea una variedad de programas y volveros a pasar a gusto de Hefner. Al abrir una segunda puerta, Dante guió a Karen por la gruesa alfombra blanca de una habitación con paneles que estaba dominada por una cama redonda en cuyo centro estaba Hugh Hefner comiendo una hamburguesa y bebiendo una Pepsi Cola, mientras leía unas pruebas de imprenta. Levantando las cejas y con una sonrisa exagerada, Hefner saltó de la cama para saludarla.En los diez minutos siguientes, aparte de discutir con Dante para diversión de Karen, conversó con ella de forma seria, pero amable. Le hizo preguntas sobre su pasado y sus futuras aspiraciones, y le mostró el apartamento, su lujosa librería con paredes llenas de libros, su zona de baños con una bañera romana de un tamaño suficiente para una docena de personas, y los muchos botones y accesorios que activaban su cama rotatoria, que medía unos dos metros y medio de diámetro y había costado quince mil dólares. Cerca del lecho había una cámara que lo enfocaba y estaba diseñada para realizar transmisiones instantáneas y diferidas de las actividades amorosas de Hefner, algo que él encontraba insaciablemente estimulante. Pero en la exhibición a Karen Christy no mencionó ese aparato.Antes de que Karen se retirase, Hefner le explicó que más tarde jugaría al billar con el actor Hugh O’Brian y algunos otros huéspedes de la casa, y añadió que estaría encantado si Karen se unía al grupo. Ella contestó que iría. Luego, ya descansando en su cuarto, se sorprendió de lo cómoda que se había sentido en presencia de Hefner y lo realmente alegre y simpático que él le había parecido. También halló encantadoras las señales de adolescente descuido que observó en la suite privada: los suelos llenos de papeles y revistas viejas, ropas tiradas descuidadamente sobre los muebles, la maleta de su viaje a California abierta, pero aún sin vaciar. Pese a los muchos criados dedicados a mantener el orden y el aseo a toda hora, Hefner daba la impresión de tener que ser atendido con más cuidado, más personalmente.
Después de una cena a medianoche, que los camareros tuvieron que llevar en bandejas de plata a la sala de juegos y servirla sobre los cristales de las máquinas de juegos en que Hefner y algunos amigos seguían jugando mientras comían, el grupo bajó al bar que estaba debajo de la piscina a tomar unos tragos, nadar y conversar. Hefner se mantuvo cerca de Karen. Poco a poco los demás fueron intuyendo que él quería algo de intimidad y los dejaron solos. Era la una cuando llegaron y tres horas después aún estaban allí, sentados juntos y hablando en susurros ante una pequeña mesa bajo la luz verdiazulada de la piscina. Él parecía interesado en conocer su pasado, sus estudios y cómo había superado los numerosos problemas y las muertes en su familia. Parecía auténticamente interesado en conocerla íntimamente, ansioso por escuchar de ella lo que nunca nadie se había tomado el tiempo de escuchar. Y la escuchaba durante largo rato sin interrumpirla, permitiéndole desarrollar sus ideas sin prisa. Ella también lo escuchó mientras él le hablaba de su propio pasado, su matrimonio desgraciado, sus esperanzas respecto de sus hijos y su actual relación en Los Ángeles con Barbi Benton. Karen agradeció especialmente su franqueza en lo que concernía a Barbi, un tema que un hombre menos honesto podría haber ignorado a conveniencia, por lo menos la primera noche que estaba con alguien nuevo.Así pasaron unos meses, y a medida que se sentía más ligada emocionalmente a Hefner, Karen experimentaba una creciente soledad y se preguntaba en privado qué sabría Barbi de ella, si es que sabía algo. Pero las llamadas telefónicas que recibía cada día de Hefner cuando él estaba en California y los regalos que le hacía la tranquilizaban. Durante su primer mes juntos, él le había dado un reloj de diamantes con una inscripción: «Con amor». Su regalo de Navidad en 1971 fue un abrigo largo de armiño blanco. Y en marzo del año siguiente, cuando ella cumplió veintiún años, le entregó un anillo de diamantes de cinco quilates de Tiffany’s. También le dio un anillo de esmeraldas, una chaqueta de zorro plateado, una pintura de Matisse, un gato persa y una hermosa reproducción metálica de la cubierta de PLAYBOY en la que ella había aparecido. Su regalo de Navidad en 1972 fue un Lincoln Mark IV blanco: un auto lujosísimo.Con el dinero que ganaba como modelo y sus apariciones públicas en PLAYBOY, Karen compró para el tablero del Monopolio de Hefner unas piezas especialmente diseñadas como hoteles tallados a mano iguales al Playboy Plaza Hotel de Miami, y pequeñas estatuas de las seis personas que más a menudo se sentaban alrededor del tablero. Además de Hefner, cuya escultura de pocos centímetros de altura tenía puesta una bata roja y fumaba una pipa, las otras figurillas representaban a Karen, a Bobbie Arnstein y a John Dante, y a los dos viejos amigos y huéspedes habituales de la casa: Gene Siskel, el crítico de cine del TRIBUNE de Chicago, y Shel Silverstein, un dibujante y escritor de literatura infantil. Asimismo, le encargó a un artista de Chicago que hiciera un retrato de Hefner: una gran pintura al óleo que lo mostraba sentado en una silla vestido con una bata de seda y fumando una pipa, mientras encima de su cabeza había una nube de humo blanco en la que estaba una foto de Karen Christy desnuda. Cuando le mostró el regalo, se divirtió señalando que la parte donde estaba su foto podía separarse y que cuando él se cansara de mirarla, podría reemplazarla con total facilidad por la foto de alguna otra.
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Una revista le dio a Barbi Benton la primera noticia de que Hefner estaba más que súper-oficialmente comprometido con otra mujer. Sin telefonear ni notificárselo de ningún modo a Hefner, Barbi hizo sus maletas y abandonó la mansión. Cuando Hefner se enteró de su partida, de inmediato llamó a sus pilotos para que lo llevaran a California, afligiendo mucho a Karen Christy, quien en los últimos meses había llegado a creer que Hefner estaba más enamorado de ella que de Barbi. Después de tranquilizar a Karen diciéndole que ella era fundamental en su vida, pero insistiendo en que se sentía obligado a aplacar a Barbi y que tenía que hacerlo en persona, partió hacia Los Ángeles. Karen pareció comprender su partida: Barbi había estado en la vida de Hefner antes que ella.Lo que Hefner no admitió ante Karen era que quería que Barbi regresara, que las necesitaba a las dos, que se sentía atraído por ambas por razones diferentes. Admiraba a Barbi Benton por su vitalidad y espíritu animoso. Y el hecho de que él no pudiera controlar financieramente a esta californiana independiente que también intentaba afirmar su personalidad como cantante de música country-and-western, la convertía en un desafío personal y constantemente deseable. Pero en otras áreas que eran importantes para Hefner –en especial entre las cuatro paredes de su dormitorio–, Barbi no podía competir con Karen. Aunque tímida con la gente, Karen era desinhibida en privado. Y en el vasto y variado pasado erótico de Hefner, él nunca había conocido a nadie que pudiera superarla en habilidad y ardor en la cama. La visión de ella quitándose la ropa era algo que le fascinaba. Y después de haberle bañado el cuerpo con aceite –lo que ella parecía disfrutar tanto como él–, el hacer el amor de forma suave y brillante lo transportaba a cimas de placer apasionado. A diferencia de Barbi, quien a menudo estaba fatigada por la noche después de ensayar en los estudios y detestaba que el aceite le manchara el pelo las noches en que tenía ensayo la mañana siguiente, Karen no tenía ambiciones profesionales y sí muchas horas libres durante el día para lavarse y secarse el pelo. Cuando tenía ganas de estar con una sola persona, esa persona era generalmente Karen Christy, pero cuando hacía de anfitrión en una gran fiesta –en especial en una para recolectar fondos para las causas sociales que frecuentemente patrocinaba–, prefería tener a su lado a Barbi Benton. Barbi era la única mujer que había conocido en años recientes de la que él creyese que pudiera ser una esposa aceptable.Si bien no tenía ninguna intención de ofrecerle matrimonio a Barbi Benton para inducirla a un posible retorno, no se podía imaginar feliz en su mansión de la Costa Oeste si ella no residía allí. Y tan pronto como aterrizó en Los Ángeles y la localizó por teléfono en un hotel de Hawai –donde le alivió saber que estaba en casa de una amiga–, le rogó que lo perdonase y le dijo que no debía permitir que un artículo destruyera sus años de amor y comprensión.Aunque por teléfono ella se mostró reservada e insistió en que se quedaría una semana más en Hawai, aceptó hablar con él en persona cuando regresara a Los Ángeles. Pero cuando él la vio, ella aún estaba molesta y distante, y aunque admitió que todavía lo amaba y esperaba que su relación pudiera revivir, le anunció que había alquilado un departamento en Beverly Hills, un lugar al que podría ir cuando quisiera apartarse de los huéspedes de la mansión y de las bunnies.Después de que Barbi Benton hubiera estado en la cama con Hugh Hefner, le prometió que no saldría con otros hombres y Hefner le prometió que le sería fiel a su manera. A partir de entonces le envió flores a su apartamento cada día proclamándole su amor. En el ínterin, él hablaba diariamente por teléfono con Karen Christy, quien estaba ansiosa de que regresase, pero cuando volvió a su mansión de Chicago, sintió que ella también estaba de algún modo diferente, más reservada, menos abierta con él, aun cuando ella le dijo que nada había cambiado entre ellos. Y entonces, una tarde, al salir de una reunión de negocios, Hefner descubrió que Karen Christy no estaba en la mansión. Algunos de los huéspedes y guardias la habían visto hacía unas horas, pero una rápida inspección de cada cuarto de la casa, incluyendo los pasadizos y pasillos secretos, no dio ninguna pista de dónde se encontraba. A la medianoche, Hefner estaba visiblemente conmovido y exasperado. Y ante la sugerencia de que quizá ella podía estar en el apartamento de una bunny llamada Nanci Heitner, con quien Karen solía pasar el tiempo cuando Hefner no estaba en la ciudad, se puso un abrigo encima del pijama, saltó a su Mercedes con chofer y, acompañado por unos guardias, viajó en medio de una ligera nevada al barrio Lincoln Park de Chicago.Cuando el chofer se detuvo ante un edificio de ladrillos de cuatro pisos donde vivía Nanci Heitner, Hefner y los guardias se apresuraron a llegar a la puerta a oscuras y encendieron cerillas para mirar en los nombres del correo para localizar el apartamento de Nanci Heitner. Había una hilera de seis botones a lo largo de la caja, pero los nombres cubiertos de plástico eran ilegibles o no estaban. De modo que el impaciente Hefner tocó los seis botones a la vez. Cuando, por último, se abrió la puerta, se acercó a las escaleras y preguntó en voz muy alta:–Hola, soy Hugh Hefner. ¿Está Karen Christy por allí?Los dos guardias, pertrechados con walkie-talkies y Hefner con una Pepsi, aguardaron un momento a que les llegara alguna respuesta. Como no hubo ninguna, Hefner procedió a subir las escaleras y a golpear en cada puerta, repitiendo:–Soy Hugh Hefner y busco a Karen Christy.Pronto, en el segundo piso, oyó ruidos detrás de una puerta y vio luz a través de la cerradura.–¿Qué es lo que quiere? –preguntó una mujer detrás de la cerradura.–Soy Hugh Hefner y...–¿Es realmente Hugh Hefner? –preguntó la mujer aún sin abrir la puerta.Luego Hefner oyó la voz de un hombre en el fondo que le preguntaba qué era todo ese alboroto, y ella contestó:–Ahí afuera hay un idiota que dice que es Hugh Hefner.Nadie contestó a las puertas del segundo y del tercer piso, pero Hefner siguió subiendo y, después de golpear la puerta del apartamento 4-A, oyó el ladrido de un perro y una voz que le anunció:–Karen no está aquí.Se abrió la puerta y Nanci Heitner, una joven rubia con una bata negra, manteniendo alejado a su perro tibetano, dejó que entraran Hefner y los guardias.–No está aquí. Puede comprobarlo usted mismo.Mientras Hefner se disculpaba por esta irrupción a deshoras, los guardias revisaron el apartamento de Nancy, sus armarios y hasta debajo de la cama. Hefner parecía cansado y desesperado, despeinado y con su botella vacía de Pepsi Cola. Después de que los guardias completaron su búsqueda, Nancy Heitner los acompañó hasta la puerta sintiendo lástima por él. Apenas se había ido el coche de Hefner cuando sonó el teléfono. Era la voz sollozante de Karen Christy diciendo que estaba en una cabina telefónica y que quería ir al apartamento, añadiendo que tenía que alejarse del infiel Hugh Hefner. Las dos muchachas hablaron durante horas, abandonando el apartamento para tomar una última copa a las dos de la madrugada en el ambiente más alegre del cercano bar Four Torches. Pero cuando volvían al edificio, dos horas después, vieron el coche de Hefner en la calle. Y cuando él las vio, saltó del coche y corrió hacia Karen con los brazos abiertos. Karen se detuvo al lado de Nanci y lanzó una maldición entre dientes. Pero cuando Hefner se le acercó con lágrimas en los ojos, Karen se abalanzó para abrazarlo y ella también empezó a llorar.

* * *

Hefner sugirió que tomaran unas cortas vacaciones en Acapulco, y Karen se entusiasmó. Para ella había sido un invierno largo y frío en Chicago, y estaba muy dispuesta a pasar unos días al sol.

Acompañados por una pareja de amigos de Hefner que le caía muy bien a Karen, la visita a Acapulco fue para ella un alivio de todas las tensiones de los últimos meses. Hefner le estaba dando su bien más preciado –su tiempo–, y en los días y noches refulgentes que pasaron, ella se sintió feliz en su presencia y deseó que esa situación durase para siempre. Pero la vida cálida al aire libre y las noches tranquilas ejercían poca atracción sobre Hefner.
De regreso, camino al aeropuerto, sentada a su lado en el asiento trasero del coche, Karen se preguntó en voz alta cuándo volverían a estar juntos. Después de que él le diera una respuesta vaga, ella lo obligó a ser más específico. Quería saber cuánto tiempo le llevarían sus obligaciones, por lo menos aproximadamente, y cuándo podría contar con volver a verlo. Pero él se mantuvo tercamente evasivo y distante: fue como si ya estuviera volando a kilómetros de distancia, fuera de su alcance. Y cuando ella caminó de su brazo a través de una sala llena de gente y hacia la pista brillante donde lo esperaba el avión Playboy, se sintió presa de una gran ansiedad. Y antes de darle un beso de despedida, trató una vez más de arrancarle una respuesta concreta a su urgente pregunta. En ese momento, de repente y furiosamente, Hefner cogió el portafolios de cuero que llevaba y lo arrojó por el aire hacia el avión. Cuando la cartera rebotó pesadamente en el suelo, Hefner se lanzó tras ella como un galgo persiguiendo un conejo mecánico. Y cuando llegó adonde estaba, saltó con ambos pies sobre ella varias veces.
Mientras sus pilotos lo contemplaban perplejos y algunos grupos de turistas bronceados por el sol se detenían para mirarlo, la petrificada Karen Christy corrió hacia Hefner. Pero antes de que ella llegara, él se había calmado milagrosamente y su tempestuoso ataque había desaparecido por sí solo a los pocos segundos. Mientras bajaba de estar de pie sobre su portafolios, no pareció avergonzado ni consciente de lo que había hecho. Y después de que alguien se llevara su cartera algo maltrecha y que él le hubiera dado a Karen un beso de despedida, subió la escalerilla metálica. Luego desapareció en la cabina del avión.